Las tormentas de fuego en Australia «Ingresamos en otra etapa geoclimática» – I

Hay aproximadamente 140 incendios forestales activos al día de hoy en Australia, pero la noticia es que algunos son técnicamente “tormentas de fuego”. Pocos argentinos conocen este fenómeno o tienen idea de su energía, y menos aún han visto uno. Hasta 1999 yo –periodista científico- pensaba que eran eventos artificiales deliberadamente diseñados para aniquilar ciudades y población civil durante la 2da Guerra Mundial. Pero no es así en absoluto: suceden en la naturaleza. Inevitablemente también creía que no había tormentas de fuego en la Argentina: otro error.

Entre 2001 y 2016 se registraron 56 tormentas de fuego en Australia, así como otras en EEUU, Canadá, Rusia y Mongolia, fundamentalmente sobre áreas boscosas. Estos fenómenos extremadamente raros se están volvendo frecuentes: sólo en el estado australiano de Victoria en las últimas seis semanas de 2019 se registraron 18 “pirocúmulonimbos”, el tipo de nubarrón estratosférico que sólo logran generar a) explosiones volcánicas plinianas, como las de los volcanes chilenos, y b) esa élite de los incendios llamada “tormenta de fuego”. En Victoria no hay volcanes activos. Por lo tanto…

¿Qué es una tormenta de fuego? Lector, le presento a Felipe Ivandic, ex Jefe del Plan Nacional de Manejo del Fuego, para que le cuente. Lo consulté en 1999, en ocasión de las conflagraciones que devastaron los alrededores de Villa La Angostura y tumbaron a María Julia Alsogaray como Secretaria de Medio Ambiente. Lo que sigue lo publiqué entonces en la revista de la Fundación Vida Silvestre.

“Estábamos tratando de apagar la estancia San Ramón, en la margen norte del Nahuel Huapi –contó Ivandic- cuando se armó una ‘tormenta de fuego’, uno de esos fenómenos atmosféricos convectivos: el centro del incendio emite corrientes térmicas ascendentes muy veloces, y el vacío creado por ese ascenso de masas de humo caliente se llena con vientos huracanados que confluyen en espiral desde la periferia y apantallan la hoguera central con aire fresco y oxigenado. Así, el incendio se autoxigena por abajo, como un alto horno. El humo en San Ramón subía a siete u ocho kilómetros. Usted lo veía de lejos y parecía el hongo atómico de Hiroshima.

“Bueno, ahí pudimos filmar llamas de 150 metros de altura. Y tratar de crear barreras cortafuegos era inútil: de pronto empezaban a llover pavesas (brasas voladoras) desde el frente del incendio, caían 800 metros a tus espaldas y generaban un foco secundario a distancia en cosa de segundos. Siempre pudimos escapar a tiempo. Ojo, eso a veces falla y mata a muchos bomberos forestales.

“El aire estaba tan caliente que había árboles que estallaban como cartuchos de dinamita, por la vaporización explosiva de sus fluidos. La madera que no se transformaba directamente en gas, volaba como esquirlas. No en esta ocasión, pero los astillazos a veces dejan bomberos heridos.

“Las raíces de algunos árboles ardieron bajo tierra totalmente a profundidades de 3 metros y dejaron su impronta vaciada en el suelo, en negativo. ¿Qué temperatura se necesita para que pase todo eso, me preguntás, Arias? Mirá, tras aquel incendio encontramos botellas derretidas en el piso: calculá que se fundieron a 1000 grados. Supongo que en las copas llegó a haber entre 1200 y 1500 grados”.

El de 1999 fue un verano de seca en los Andes Patagónicos por una oscilación fría en la temperatura superficial del Pacífico Sur del tipo “Niña”. Con poca evaporación en el Pacífico, el viento sudoeste no traía lluvias.

En Australia, en cambio, los factores climáticos operantes este verano de 2019-2020 son dos. El primero es otra oscilación oceánica, el Dipolo del Índico, en fase fría. El año pasado hizo refluir hacia África el agua caliente superficial desde el Índico, lo que desactivó la formación de nubes monzónicas en Oceanía y Australia. Esto creó la peor sequía desde 1910, cuando se creó el Bureau of Meteorology y empezó a llevarse un registro meteorológico sistemático a nivel nacional. De acuerdo al cual en 2019 llovió un promedio de 277 mm, más o menos lo que cae anualmente en los llanos de La Rioja, República Argentina.

Sobre eso se montó otra oscilación bipolar, el SAM o Souther Annular Mode, que generó vientos que soplan hacia el Este desde el “Outback”, el tórrido desierto interior australiano situado al Oeste de la Gran Cordillera Divisoria.

El SAM no sólo fogonea los incendios de arbustos y bosques en el Este, sino que resecó aún más la biomasa vegetal intacta. Además, creó un “domo térmico”, un encadenamiento de olas de calor que mantuvo una media diurna de 30,7º C en los 9 millones de km2 de la isla-continente durante todo 2019: en Australia no hubo invierno y la escasa humedad del suelo desapareció.

Luchando contra el fuego en Nueva Gales del Sur

El Bureau of Meteorology considera que esta media térmica de 2019 está 2,1º C por encima del promedio anual nacional desde su creación. El 18 de diciembre la media diurna marcó 41,9º C, lo que no es poco en un país que triplica la superficie argenta, y al día siguiente en esa planicie polvorienta del Outback llamada Nullarbor (en latín, “ni un árbol”) se midieron 49,9º C.

El Dipolo del Índico parece estar regresando a fase neutra, lo que da esperanzas de que la sequía afloje. Pero el calor no lo hará. El efecto invernadero mundial levantó 1º C el promedio térmico australiano a lo largo del siglo XX y el invierno va desapareciendo. Del mismo modo, el verano, con sus temporadas de fuego, empieza antes, es más duro y termina después. Además, como sucede en Sudamérica, con la Oscilación Austral del Pacífico (“El Niño”-“La Niña”), el Calentamiento Global parece estar acelerando y agravando los ciclos del Dipolo. Los climatólogos del Bureau australiano predicen que en 2060 las tormentas de fuego empezarán con la primavera, no en verano.

A lo largo de 2019 estas predicciones desataron choques entre el gobierno “tory” y los académicos australianos, idénticos a los que mantiene el presidente estadounidense negacionista Donald Trump con su propia comunidad científica. En noviembre de 2019, con su jefe de vacaciones, el premier adjunto Michael McCormack le quitó importancia a la que se venía sobre su país con esta frase: “Hemos tenido incendios en Australia desde comienzos de los tiempos”. Luego, desestimó el impacto del Calentamiento Global sobre los mismos como “los delirios de unos verdolagas urbanos, puros e iluminados de la capital”.

Sarah Perkins-Kirkpatrick, climatóloga de la University of New South Wales, se limitó a citar un estudio de 2008, pedido por el gobierno del laborista Kevin Rudd. Predecía con extraña exactitud que 2020 sería un año de cambios cualitativos y catástrofes. “Sabíamos que esto iba pasar”, respondió.

La sociedad, fisurada por excelentes motivos, apostó a que no. Scott Morrison, el verdadero Primer Ministro, había ganado las elecciones de agosto de 2018 por un pelo. En su campaña, iniciada cuando en 2017 como Jefe del Tesoro (Ministro de Economía, en criollo), Morrison había citado repetidamente al carbón “como el cimiento mismo de la australianidad”. Dado que el financiamento de los partidos es de acceso público en ese país, se sabe que la pagó el barón del lobby correspondiente, Cliver Palmer, dice Marina Aizen, en Anfibia.

La australianidad es medible. En 2018, Australia exportó U$ 67.000 millones de carbón. Ese carbón no incluye los U$ 30.000 millones de coque usado en los altos hornos de las acerías. Y a esa torta de carbono fósil exportado hay que añadir U$ 50.000 de GNL (gas natural licuado), que en 2019 sobrepasan las vendidas por Qatar, lo que explica a su vez que con un 0,36% de la población mundial, Australia genere el 1,7% del efecto invernadero.

Por ende, cada australiano emite tanto carbono fósil como casi 5 humanos promedio de otros países, lo que lo hace el 2do contribuidor “per capita” al efecto invernadero, una décima de punto debajo de cada árabe saudí. Lo de Australia no es ni una nota al pie frente al 40% que contribuyen China y EEUU al desastre climático, pero no es justo comparar la huella de carbono de sólo 25,5 millones de Aussies contra la suma de 1765 millones de chinos y de yanquis.

El carbón explica además el 60% de la electricidad de la red australiana. Sumando exportaciones, uso propio y otros pitos y flautas, este mineral en 2018 aportó U$ 1420 BILLONES (millones de millones) al Producto Bruto Interno, lo que repartido sobre tan pocos habitantes aquel año dio un ingreso per cápita de U$ 56.420 anuales sólo de carbón, sin contar el GNL. Cuando Morrison endiosa al carbón como la australianidad al palo, no macanea. Es una beca, es una cornucopia. Dios es australiano.

Y hablando de Dios, sólo cuando el fuego alcanzó proporciones bíblicas, en la Navidad pasada, Scott Morrison volvió de sus vacaciones en Hawaii. Hoy, cosa rara en la educada cultura cívica australiana, el tipo no puede mostrar la cara en público sin ser puteado por sus compatriotas, esa ingrata manga de carboñoquis que no se banca medio año de respirar humo.

Los australianos, que son ecologistas al punto de tener 57 parques nacionales y el doble de bosques protegidos, tampoco se banca la certeza de que en los últimos 3 meses desapareció la mitad de la población mundial de koalas. Son los únicos mamíferos marsupiales que se alimentan de las copas de los eucaliptus porque coevolucionaron con este género. Este verano se volvieron asado de osito.

En Australia la descripción que hizo nuestro bombero Felipe Ivandic de una tormenta de fuego criolla se quedaría corta. Las condiciones son peores y el combustible, mejor: la madera liviana y las hojas llenas de aceites volátiles de las más de 700 especies de eucaliptus, árbol nativo dominante en los bosques de New South Wales y Victoria y South Australia, se prenden más fácil que la de nuestros lengas, ñires, coihues y cipreses andinos. En cuanto a las plantaciones de coníferas resinosas norteamericanas, básicamente Pinus radiata o “pino insignia”, suman casi 3 millones de hectáreas. Casi nada arde mejor.

Chicas de Sydney respirando hollín de bajo peso molecular con barbijo, últimamente muy de moda.

Están en llamas bosques muy a prueba de fuego como la selva tropical de Queensland, sobre la costa Norte, con sus 5 especies de araucarias, todas de corteza gruesísima para proteger el cambium, la capa de crecimiento del tronco, y ramas autopodantes para evitar que las llamas escalen hasta las copas.

Arden también los muchos islotes de otros tipos de bosques de altura en las sierras y mesetas de la Gran Cordillera Divisoria. Ésta, aunque no supera los 2200 metros, atraviesa el continente de Norte a Sur a lo largo de 3500 km. y suma una superficie (2,4 millones de km2), apenas inferior a la de toda la Argentina.

Los manchones arbóreos de este variopinto macizo son “ecosistemas-isla” que no han cambiado mucho desde el Cretácico, último round de los dinosaurios en el planeta. Y es que en un continente chato como una mesa de billar, los árboles prosperan sobre estas elevaciones con lluvias orográficas garantizadas (y en el caso de los Alpes Australianos, nieves). La humedad del aire podrá ser mucha o poca según mes y año, pero la altura la condensa y precipita. Sin embargo, no en 2019.

Estos tatarabuelos forestales hoy arden. Y la opinión pública, ni te digo.

La superficie nacional quemada equivale casi a la de nuestra provincia de San Juan. Hay 136 focos activos repartidos en 8 millones de hectáreas, de los cuales entre el 10 y el 20% son tormentas de fuego. Murieron y/o desaparecieron 40 personas, 2.000 viviendas y otras estructuras, unas 100.000 cabezas de ganado, y un número conjetural de 1000 millones de individuos de centenares de especies de animales salvajes. De un “megafire” puede haber recuperación, pero donde pasan tormentas de fuego se mueren hasta las bacterias del suelo, las garantes de que algo rebrote.

Cuando se desata una tormenta de fuego los esfuerzos de supresión o contención son inútiles. Aún si la tuviera que enfrentar una fuerza federal y profesional de bomberos (Marina Aizen subraya que Australia no tiene ninguna, sólo voluntarios locales), “…las tormentas de fuego son las manifestaciones más peligrosas e impredecibles entre los incendios forestales, y son imposibles de apagar o controlar”, dice la investigadora Rachel Badlan, de la New South Wales University.

Badlan no macanea: las térmicas pueden regar pavesas hasta a 30 km. de distancia a sotavento de la columna térmica central, y los rayos creados por los pirocúmulonimbos tienen un alcance de hasta 100 km.

Estamos ingresando a otra etapa histórica y geoclimática.

(Continuará)

Daniel E. Arias