El virus SARS-CoV-2, más conocido como coronavirus, hace temblar a la humanidad, pero menos al planeta. Calles desiertas o con pocos transeúntes, negocios con persianas bajas, autos parados desde hace semanas, son algunas de las postales del mundo hoy. Las medidas de aislamiento tomadas para mitigar los efectos de la pandemia paralizó gran parte del quehacer habitual y sus consecuencias ya comienzan a ser medidas por los sismógrafos.
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Recientemente, geólogos y sismólogos han empezado a dar cuenta de la disminución del “ruido sísmico ambiental”, generado en parte por los humanos a bordo de ómnibus, trenes, subtes o en su deambular diario. En otras palabras, se trata de las vibraciones que nuestras actividades causan en la corteza terrestre superficial.
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«Las estaciones sísmicas muestran que la gente de verdad está en casa y está haciendo vibrar menos la Tierra», dice Thomas Lecocq, sismólogo del Observatorio Real de Bélgica. Lecocq comenzó a notar, en sus instrumentos instalados en Bruselas, una disminución de un tercio en las vibraciones que habitualmente estaba acostumbrado a observar, situación de la que luego se hicieron eco en otros sitios del mundo.
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En la Argentina, el doctor en geología Víctor Ramos, indica: “Lo que está llamando la atención en Bélgica o México es la falta de ruido sísmico ambiental, generado por la merma de tránsito, o de ruido en la calle. Esta es una parte sonora muy importante que produce también pequeños tremores sísmicos”. El efecto que normalmente generan el ruido y la vibración deja señales en los aparatos de medición; también su ausencia.
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¿Ruido, qué ruido?
Antes de avanzar en el fenómeno que acarrea como coletazo la pandemia, conviene comprender mejor de qué se trata el ruido sísmico ambiental. “Es todo lo que produce técnicamente pequeños microsismos: cosas tan pequeñas como el paso del ómnibus por un pequeño bache en la calle, automáticamente producen un microsismo. Y eso está perfectamente detectado por el sismógrafo”, detalla Ramos, profesor de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires.
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En sus clases, este investigador del CONICET y miembro honorario de la Sociedad Americana de Geología, suele relatar la historia del famoso geofísico cordobés Carlos Pagola, quien había instalado un par de sismógrafos en su casa y podía detectar perfectamente a qué hora los ómnibus circulaban por la puerta. Es más, le ofreció a la compañía de autotransporte indicarle la frecuencia del servicio “porque enfrente de mi casa hay un bache y cada vez que pasan los colectivos producen un pequeño sismo. Entonces -apuntó-, le puedo decir con precisión de milisegundos esos datos”.
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Este traqueteo humano y motorizado, con su zumbido retumbante del ir y venir, hoy es casi un recuerdo en gran parte del planeta, y abre un mayor silencio o quietud que permite a los dispositivos sísmicos detectar microsismos con una señal más nítida que la del pasado reciente en los grandes centros urbanos. Los científicos cuentan hoy con menos barullo de fondo para distinguir qué ocurre en las entrañas terrestres.
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Es que no solo los humanos generamos ruido sísmico ambiental. Debajo de nuestros pies, monumentales bloques o placas están en pugna, se arriman, se superponen, chocan con violencia estremecedora a distintos niveles de profundidad. Cuando estos movimientos ocurren transmiten ondas a la superficie que generan sus propias resonancias, las que sirven a los científicos para descifrar qué está sucediendo allá abajo.
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“Siempre -explica Ramos- hay un ruido sísmico que es independiente del ruido producido por las grandes concentraciones urbanas, y que se utiliza para estudiar las palpitaciones, las pequeñas variaciones que tienen los tremores de origen sísmico. Ese ruido ambiental natural no tiene que ver con la parte urbana, ese ruido ambiental ocurre por ejemplo en el medio del desierto y, dado que se transmite por ondas superficiales, llega mucho más rápido”.
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Ese ruido también llamado sísmico ambiental es exclusivamente natural, propio del planeta en acomodamiento continuo de las placas terrestres que generan terremotos o una serie de tremores en zonas más distantes. Estos movimientos ahora son detectados con mayor claridad por los aparatos sísmicos tras el mutis obligado de los humanos por la pandemia y llevan a los geólogos a encontrarse frente a “una curiosidad”, como la define Ramos, y enseguida agrega: “Gracias a la cuarentena se están pudiendo detectar microsismos que antes no se podían precisar en forma sencilla en los centros urbanos”.
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En este sentido, el experto insiste: “La cuarentena hace bajar notablemente el seismic noise (ruido sísmico), por lo que en forma simple se pueden detectar microsismos que son tapados normalmente por los ruidos de la ciudad, como los producidos por camiones, ómnibus, trenes, subtes, entre otros”.
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La novedad que impone la pandemia lleva a preguntarse si estamos escuchando actualmente los ecos de la Tierra sin tanto barullo humano como si estuviéramos en otra época, por ejemplo, la Edad Media, pero con las posibilidades que brinda la sismología del siglo XXI. Ramos sonríe y acepta la invitación a jugar con la imaginación. “Podría ser un buen título periodístico”, sugiere, y concluye que “hoy la ciencia tiene la oportunidad de medir (con el mayor silencio y quietud generada por la cuarentena) cómo debe haber sido la Tierra en el pasado lejano”, cuando no había vibraciones de autos, ómnibus, trenes o subtes, tan solo escasos vehículos primitivos.
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