Según los datos del INDEC del primer semestre de 2019, la pobreza infantil – menores de 14 años – aumentó del 41,4 al 52,6% y la indigencia saltó del 8 al 13,1% en tan solo 12 meses.
Esta noticia ya fue publicada hace varios días. Pero vale la pena repetirla; ayudar a tenerla presente. Porque hoy se cuestiona a la «ley de emergencia alimentaria», o al plan contra el hambre que esta semana lanzó un candidato -no desde la competencia política, que sería triste pero explicable- sino con el argumento que «en la Argentina sólo puede pasar hambre el que no quiere trabajar».
Esta columna de una destacada periodista científica, Nora Bär, expresa muy bien la cara más terrible de esto:
La peor hipoteca
A los periodistas científicos frecuentemente nos piden que hablemos de robots que cantan mientras lavan la ropa o van al súper, espectaculares remedios que curan el cáncer y naves que llevarán colonos a la Luna. Pero hay días en que las noticias son tan lacerantes que resulta imposible desviar la mirada o distraerse con tramas futuristas. Es el caso del oprobio que acaba de darse a conocer: en el país, el 52,6% de los menores de 15 años, nos informan, son pobres o indigentes.
Quiere decir que la mitad, ¡la mitad!, de los chicos padecen penurias materiales y simbólicas que pueden dejar una huella indeleble no solo en su salud física, sino también en su desarrollo cognitivo y emocional. Como suele advertir Sebastián Lipina, director de la Unidad de Neurobiología Aplicada (Cemic-Conicet), que viene investigando el tema desde hace más de dos décadas, la marca de la pobreza hipoteca el futuro y condiciona las capacidades de las personas desde la concepción.
Se escuchan voces indignadas porque un país que produce alimentos para el mundo es incapaz de asegurar la nutrición de su propia gente. Y es cierto: no hay una prioridad más urgente. Pero con dar de comer no basta. Los neurocientíficos subrayan que, aunque una adecuada nutrición es indispensable para un desarrollo saludable del cerebro, esto solo no lo garantiza. Estudios en animales y en seres humanos sugieren que las modificaciones que introduce la pobreza en el cerebro son múltiples. En el nivel molecular, está asociada con cambios en la expresión de los genes.
Desde hace más de una década se sabe que por su influencia se modifican los volúmenes de distintas áreas asociadas con la autorregulación cognitiva y emocional, y con el aprendizaje. También se generan cambios funcionales (como mayor probabilidad de dificultades para entender cuál es el sonido del habla al empezar a leer) y conductuales (en la atención, el control inhibitorio y la memoria de trabajo).
Cuanta más privación acumulada y más susceptibilidad del chico, mayor es la dificultad para revertir estos cambios. Para superar el lastre de las carencias, son necesarias múltiples intervenciones. Según Lipina, autor de Pobre cerebro (Editorial Siglo XXI, 2016), donde analiza los efectos de la pobreza en el desarrollo cognitivo y emocional, y lo que puede hacer la neurociencia para prevenirlos, no hay una «bala de plata» ni soluciones listas para usar. Tan indispensables como los psicólogos o los neurocientíficos son los maestros, los epidemiólogos, los asistentes sociales.
Hay que atender el sueño, la actividad física y la reducción del estrés, y entender cómo la comunicación ruidosa o el caos en el hogar interfieren sobre la educación, el desarrollo cognitivo y autorregulatorio de los chicos y de los propios adultos.
Especialistas en ciencias de la educación, como Melina Furman, profesora de la Escuela de Educación de la Universidad de San Andrés e investigadora del Conicet, destacan, por ejemplo, la importancia de garantizar que la mayor cantidad de chicos accedan a jardines de infantes que les ofrezcan actividades motivadoras temprano en la vida, y subrayan que los beneficios de entornos educativos estimulantes se ven luego en mejores desempeños en el nivel primario y hasta en el futuro ingreso profesional.
Esta semana, la revista británica The Economist se escandalizó en Twitter porque en los Estados Unidos (ellos lo llaman «America») uno de cada seis chicos es pobre. «¿Cuál es el futuro de un país que no invierte en sus generaciones más jóvenes?», se preguntaba. ¿Qué nos cabe entonces a nosotros, una comunidad en la que uno de cada dos inicia su vida con semejante handicap? Si hubiera que embarcarse en una epopeya que nos involucre a todos, creo que no habría ninguna más justificada que desafiar esta injusticia indecible.