Comiendo la Canasta Básica, la gente se enferma

Este experimento es algo más que una «nota de color». Nos parece que brinda datos para reflexionar al ministro Daniel Arroyo, a cargo del Plan Nacional de lucha contra el hambre, a quienes diseñan la «tarjeta alimentaria», sobre todo, a quienes, en todo el país, se ocupan de los comendores escolares. La mala alimentación -aunque cumpla con los requerimientos mínimos- resulta más cara en términos de la salud pública. Entre los niños, en términos de futuro.

«Según la estadística oficial (hoy ya algo desactualizada), para no caer en la indigencia, basta con que un varón adulto cuente con $ 4.886 al mes (o $ 163 al día) para gastar en la llamada Canasta Básica de Alimentos (CBA), y $ 124 diarios para una mujer. La “línea de pobreza”, a su vez, se calcula a partir de esos números. Ahora, ¿es en verdad posible comer con tan poca plata? ¿Y si así fuera, qué efectos causa sobre la salud seguir esa “dieta” llena de harinas, papa y arroz, con pocos vegetales y cortes de carne de los más grasientos?

En más de tres décadas de uso de la CBA en el país, nunca nadie había hecho la prueba de comerla. Desde septiembre, eso es lo que están haciendo científicos del Conicet y de la Escuela de Nutrición de la Universidad Nacional de Córdoba. En un experimento inédito, al que bautizaron “Proyecto Czekalinski” en homenaje a una tapa histórica de la revista Times, tres voluntarios pasaron a comer sólo la CBA, otros tres empezaron a comer según las guías de alimentación sana del Ministerio de Salud y un tercer grupo “de control” siguió como antes.

La prueba es por seis meses, con chequeos médicos constantes, y se repetirá en marzo con otras nueve personas. Falta bastante para que termine, pero a tres meses y medio del inicio, ya arrojó claros resultados.

¿Lograron los que siguieron la “dieta Indec” que la plata les alcance para comprar la CBA? Sí. ¿Pasaron hambre? No. Pero para eso, cuentan, debieron comprar sólo las opciones más baratas de cada góndola y dedicar una enorme cantidad de tiempo y esfuerzo a cocinar y planificar cada día cómo racionarlos. Por otro lado, su salud resultó muy afectada.

“Yo bajé casi casi 6 kilos. Las otras dos chicas bajaron 5 y 3 kilos. En los análisis, nos dieron altos los colesteroles, los triglicéridos y el azúcar en sangre. El magnesio y la vitamina B12, en cambio, nos bajó. Y tuvimos síntomas de deshidratación: nos sentimos embotados”, contó Martín Maldonado (45), el investigador del Conicet experto en Pobreza e Inclusión Social que coordina el proyecto y además “puso el cuerpo”.

“Empecé a sufrir acidez y me dio alta la trigliceridemia: pasó de 152 a 210. Eso no es bueno… si sigue así, tendré que dejar la prueba, porque mi salud empezaría a estar en riesgo”, añadió.

Las que sí debieron bajarse antes de tiempo, este mes y por consejo médico, son Claudia Albrecht (39) y Florencia Demarchi (30), ambas nutricionistas. Fue porque quedaron al borde de tener un peso demasiado bajo, que las pondría en riesgo de empezar a perder masa muscular o sufrir anemia y osteoporosis.

A una se le alteró el ciclo menstrual. Decaimiento crónico y alteraciones del sueño fueron otros signos de alerta. Pero también la decisión de decir «basta» se debió al fuerte malestar psicológico que arrastraban, expresado en síntomas como mal humor, irritabilidad y desgano.

Los que se alimentaron de forma sana, en cambio, mejoraron en todos los aspectos: también bajaron de peso, pero «se sienten muy bien». Uno incluso dejó de roncar, contaron.

“Al tener las cantidades tan restringidas, hay que estar todo el tiempo pensando y planificando cómo arreglarte. Qué te queda y cuánto, qué vas a comer mañana, sin poder elegir, sin poder darte un gustito a solas, o con amigos, o invitando a tu pareja. Se pierde todo el aspecto hedónico de la comida. Llega un punto en que todo eso te pone de muy mal humor. Es agotador”, contó Maldonado.

Y ejemplificó: “Tenés menos de una fruta al día. Casi no hay legumbres. Los casi dos kilos de pollo del mes no son de pechuga ni de pata-muslo, sino alitas y rancho, que casi no tienen carne. No hay asado ni vacío, sino hueso con carne, que es pura grasa. La leche es aguada. Todo así”.

Matías Scavuzzo, coordinador del grupo de Nutrición del proyecto, define a la CBA como una lista hecha “sólo para ponerle un precio, para sobrevivir en una catástrofe”. “Sacia el hambre, pero hace mal. Además del problema psicosocial de no poder decidir libremente qué, cómo y cuándo comer, alimentarse así genera a largo plazo malnutrición mixta. Acá los voluntarios perdieron peso porque venían de un estado óptimo. Pero quien lleva años comiendo así lo que empieza a consumir ya no es su masa grasa, sino la magra, los músculos. Y surgen cuadros de desnutrición ocultos en cuerpos obesos”, sumó.

Según Maldonado, la prueba lleva a cuestionar que la CBA siga siendo la única herramienta en uso para medir oficialmente la pobreza y la indigencia. «La motivación primera de todo esto no fue científica, sino humana. En Argentina, la estadística dice que hay 3.460.280 indigentes, un número que no puede redondearse. Lo que hicimos como investigadores fue poner el cuerpo para ver qué está pasando con ellos y dejar en evidencia que el único indicador oficial que tenemos sobre esta situación se mide de un modo insuficiente y obsoleto», afirmó.

“La CBA se conformó en 1985 preguntándole a gente del segundo y tercer decil más pobre del GBA qué comía cotidianamente. Tomaron eso como las pautas de consumo cultural de la población argentina, y ahí quedó. Se implementó en 1988 y desde entonces sólo tuvo actualizaciones mínimas. Pasaron gobiernos de todo el arco ideológico, y ninguno cambió eso”, criticó Maldonado. Y opinó que lo que debería tomarse es el costo de una canasta saludable.

En octubre, la Escuela de Nutrición de la UBA calculó que llevar una dieta sana costó un 68% más que comprar una CBA. Según otros relevamientos, esa brecha incluso supera el 70%. Si el parámetro fuera ese, según Maldonado, la pobreza no le daría al Indec 35,4%, sino más del 50%. Y la indigencia, en vez del 7,7% informado para el primer semestre, superaría el 10%.

El Proyecto Czekalinski, apoyado también por el diario local La Voz del Interior, tiene ya un programa propio de TV y está logrando una fuerte repercusión local e internacional. Cuentan que ya recibieron, por ejemplo, invitaciones para replicar la experiencia en México y en Colombia. Lo que aún les falta es dinero para solventar las canastas y los viáticos. Para eso, están pidiendo aportes a través del sitio DonarOnline.org.

Fueron tres meses los que pasaron Claudia Albrecht y Florencia Demarchi comiendo la Canasta Básica de Alimentos (CBA), pero les pareció una eternidad. Al inicio, les costó muchísimo tiempo, cálculos y esfuerzo organizarse para que la comida les alcance. También debieron habituarse a comer cosas que no les gustaban. Y de ciertos alimentos, como el pan, terminaron hartas. Tanto que ambas dicen no haber vuelto a comerlo una vez que, por consejo médico, abandonaron el experimento.

“Comía entre 200 y 250 gramos por día, el pan me cansó”, contó Demarchi, que es docente de Nutrición. Durante la experiencia, por ejemplo, desayunaba y merendaba café con leche, pero “con mitad de agua, para que alcanzara la leche para todo el mes”. De almuerzo, se hacía sandwiches de pollo. Y de noche, muchos fideos, papas y arroz, con algo de carne.

“Todo lo cocinaba yo y no podía hacer comidas extra”, aclara quien empezó con 60 kilos y terminó en 55, sintiéndose débil y cansada, y con sensaciones de “enojo, frustración, malestar e irritabilidad” que atribuye a no poder elegir qué comer. “Yo no siempre notaba eso, pero mi entorno sí. También lo flaca que estaba: me veían y me preguntaban qué me pasó”. “Me sentí vulnerable”, resumió.

“Lo que chocaba era la sensación permanente de limitación. Saber que, si comía algo de más, no iba a llegar a fin de mes”, contó Albrecht, una nutricionista e investigadora que también terminó al borde de caer en bajo peso.

Lo que debió hacer para poder seguir la “dieta Indec”, explicó, fue dedicar todo el fin de semana a cocinar, armar viandas y congelarlas.

“Por lo monótono y limitado, por no poder elegir, comer se volvió trabajoso, agotador, aburrido, irritante… un problema más -definió-. Llegaba cansada a mi casa y, si tenía que cocinar, me daban ganas de largarme a llorar.”

“Pude comer con esa plata, pero fue desde un lugar de privilegio”, destacó Albrecht. Y amplió: “Ser nutricionista me dio herramientas para saber cómo combinar y preparar esos alimentos, también pude tener todo el dinero disponible al inicio del mes para comprar, y estuve en un contexto de clase media con mucha contención de mi entorno, tiempo disponible para dedicarle al tema, gas de red en vez de garrafa, freezer, utensilios… En un contexto de alta vulnerabilidad, esas condiciones es muy difícil que se den”.

VIAClarin