La vacuna china contra el coronavirus, y 35 otras

(La primera parte de este artículo, que describe el proyecto de los EE.UU. para desarrollar una vacuna contra el COVID-19, está aquí)

35 VACUNAS EN CARRERA

Ayer informamos de lunavacuna anti-COVID 19 que empezó su estudio de fase 1, apalancado por el Instituto Nacional de la Alergia y las Enfermedades Infecciosas (NIAID) de los EEUU y la firma biotecnológica Moderna. Pero con un mercado tan grande como el número de humanos de la Tierra, hay 35 otras vacunas en la misma carrera por el licenciamiento. Y una que puede avanzar muchos casilleros de a saltos es la china. Sobre ella escribió ayer en Perfil nuestro jefe de redacción, Enrique Garabetyán.

“El Ministerio de Defensa chino informó que una vacuna de subunidades contra el coronavirus recibió la aprobación para comenzar a ser probada en estudios clínicos”, dice la bajada de su artículo, cuya fuente es la web oficial de esa institución militar.

A diferencia de la propuesta de Moderna, hecha con la secuencia de ARN que codifica el principal antígeno vira encapsulada en una nanopartícula oleosa, la vacuna militar china es más simple: consta de una única proteína extraida de la cáscara, o cápside, del virus. Una proteína puede fungir funciones estructurales o actuar como una enzima, hacer cosas. Lo que no logra es transmitir información.

En cambio un virus es información casi pura, codificada en ADN o ARN, con apenas algo de soporte estructural y maquinaria enzimática como para capturar una célula, invadirla, secuestrar su aparato de fabricación de proteínas y ponerla a producir “autopartes” virales, que se ensamblan solas. Así la célula se vuelve una usina que se va llenando de miles de copias del virus invasor, hasta que estalla y desencadena la invasión de otras células.

Eso hace tremendamente efectivas pero ligeramente peligrosas las vacunas a virus enteros atenuados, como la Sabin contra la poliomielitis. Sus genomas están bloqueados parcialmente, pero vivos. Estadísticamente, es imposible que entre millones de dosis no se cuele alguna con virus que se reactivaron, y que desencadenan la enfermedad completa. En contraparte, la ventaja de la Sabin es que causa una inmunidad profunda y vitalicia a bajo precio, sin refuerzo.

La vacuna que empezó el lunes pasado su fase 1 en Seattle no es a virus vivo sino a fracción viral. Pero es una fracción «con contenido informático»: el segmento de ARN no codifica el virus COVID-19 entero, pero sí esas proteínas que rodean su cápside como arpones. Son de identificación y amarre: le permiten reconocer su blanco (las células de los epitelios respiratorios) y tomarlo por abordaje. El sistema inmune humano no reconoce esta proteína extraña, o antígeno, porque es virgen e inexperto respecto de este virus, que hasta 2019 era exclusivo de murciélagos y no de humanos. La vacuna de Moderna promoverá la fabricación por parte del huésped de gran cantidad de estos antígenos, en un intento de entrenarlo. El sistema inmune reacciona en forma militar cuando «esa cara nueva en el barrio» es millones de caras nuevas idénticas: se trata de una invasión. Y se moviliza.

La vacuna china en cambio es una fracción de la cápside. Es inactiva, no codifica nada y por lo tanto no fabrica nada. La idea es que sea muy irritativa «per se» y desencadene una reacción con anticuerpos que se peguen todo virus vivo que la contenga, que lo discapaciten funcionalmente y atraigan hacia el mismo la atención de los “fagos”, las células de limpieza del sistema inmune. Que, de hacer bien su trabajo, lo ingerirán y disolverán.

El enfoque chino es potencialmente menos problemático que el de Moderna. Se suministra una partícula irritativa, libre de información acerca de cómo fabricar otros componentes virales, y en la cantidad suficiente como para alarmar al sistema inmune.

El resultado probablemente tiene ventajas logísticas a la hora de distribuir toneladas de vacuna: una proteína soporta el traslado dentro de un rango bastante amplio de temperaturas. No así el delicado material genómico llamado ARN. Aunque se trate apenas de una fracción del ARN viral, exige cadena de frío.

El lado potencialmente flojo de la vacuna china es que podría causar una reacción inmune muy leve, o incluso ninguna. O, si la dosis inicial es alta, una réplica lo suficientemente fuerte, pero poco duradera, en cuyo caso habría que revacunar con dosis de refuerzo, ya que el Covid-19 parece destinado a quedarse un tiempo en el planeta.

En cambio la vacuna ensayada en 45 voluntarios de Seattle podría tener un efecto más perdurable. Pero eso es especulativo. Como dicen en el campo, «en la cancha se ven los pingos».

Y en la llegada a la cancha es donde se ve que la estrategia institucional china también es muy distinta de la yanqui. La fabricación de fármacos en EEUU depende de una burocracia de licenciamiento muy profesional, numerosa y exigente: la FDA, o Food and Drug Administration. El protocolo para licenciar una novedad en los EEUU de hoy pasa por presentar años de resultados positivos en modelos animales, y recién entonces obtener la autorización para una fase 1, donde no se mide efectividad sino más bien toxicidad. Cruzar indemne una fase 2 luego completar la fase 3 y llegar al licenciamiento de producción y distribución puede tomar 10 años y fácilmente 5 mil millones de dólares.

Pero pocos países en el mundo son tan vulnerables al Covid-19 como los EEUU. Tienen poco más de 100 camas de terapia intensiva cada 100.000 habitantes, un tercio de las que tenían hasta enero los italianos (y resultaron ser muy insuficientes). De modo que el jefe del NIAID, Anthony Fauci, apostó sus décadas de bien ganado prestigio a un licenciamiento “fast track”: olvidate de los ratones y hagamos una fase 1 cortita y numerosa, con 45 voluntarios sanos, en las que además de toxicidad ya vayamos buscando cuál es la dosis efectiva. Pero no alcanzan la vía rápida ni Fauci para llegar cruzar con éxito una fase 3 en menos de un año. Mientras tanto, los EEUU pagarán un precio terrible por su negativa a construir un sistema decente y nacional de salud pública, idea que les parece de lo más comunista.

Los chinos, aunque hace décadas que no lo son, no tienen miedo de ser llamados comunistas. Liderados en este caso por la generala de división Chen Wei, resultan menos melindrosos: tanto la jefa del proyecto Covid-19 como sus subordinados se inyectaron la vacuna a sí mismos y no han reportado reacciones adversas. Tampoco dijeron nada de su rendimiento en anticuerpos. Como se ve, no han reportado nada de nada, fieles a cierta tradición nacional de impasibilidad impenetrable. Pero por lo dicho y no dicho, lo que se ve es que en realidad están iniciando más bien una fase 2, que la fase 1 se testeó en el equipo de biotecnólogos bajo orden ejecutiva, y que su fase 2 no tendrán ningún problema en hacerla lo suficientemente numerosa y multicéntrica como para que equivalga, en información obtenida, a una fase 3 estadounidense.

Si Chen Wei eligió el antígeno y la dosis correctos, su vacuna podría llegar a las masas bastante antes que la del Dr. Anthony Fauci. Y con tantos habitantes en China (y ya tantos muertos por el Covid-19), ¿a quién le importa allí la licencia de la FDA? Y no sólo allí. Si la vacuna china es efectiva y razonablemente poco tóxica, en Extremo y Medio Oriente, además de parte de Europa, la comprarán con desesperación. Y China se habrá vuelto una potencia biotecnológica, algo que todavía no es.

Esto remite a tiempos viejos de posguerra en EEUU, cuando licenciar medicamentos era menos complicado. La burocracia de la FDA ya era efectiva protegiendo al público de “remedios peores que la enfermedad”. Eso lo probó en 1961 al prohibir la venta de talidomida como ansiolítico libre de receta. La movida salvó a las embarazadas estadounidenses de los aproximadamente 10.000 casos de malformaciones fatales o discapacitantes de sus bebés que se vieron en Alemania. Pero dentro de su papel regulatorio, la FDA entonces no frenaba el progreso científico.

Hoy, en cambio, con sus terribles costos de licenciamiento, la FDA es una causa de que el país con mejores biotecnólogos del planeta no haya podido o querido producir un antibiótico conceptualmente nuevo en los últimos 30 años. Las firmas de biociencias no van a gastar U$ 5000 millones a cambio de una patente que no les dará protección, porque una molécula relativamente pequeña y no muy compleja como un antibiótico es fácil de copiar en India, China, Argentina o cualquier otro país poco dispuesto a importar fármacos a precio dólar.

Lo interesante es cómo se acelera y abarata la FDA ante desafíos virales que amenazan profundamente a los EEUU, que lo pueden poner económicamente de rodillas, y que los pueden mostrar al resto del planeta, por su incapacidad sanitaria, como un país del Tercer Mundo disimulado dentro de la mayor potencia militar y financiera del planeta. Es lo que hoy pasa con el Covid-19.

Sin embargo, la velocidad de respuesta científica ante los desafíos virales no depende sólo de las agencias reguladoras, de las firmas de biociencias o incluso de los gobiernos. La biología tiene la mala costumbre de tener la última palabra.

Contra el virus HIV-1 del SIDA, otra zoonosis proveniente de los monos mangabey, las empresas farmacológicas de decenas de países vienen peleándola desde 1985, y sigue sin haber vacuna. Es muy difícil entrenar al sistema inmune contra un virus tan altamente mutable y cuyo blanco son, justamente, las células T que dirigen el sistema inmune.

Contra los virus gripales, que solemos compartir con aves de corral y cerdos, hay vacunas, y aunque no son perfectas para impedir el contagio, resultan muy efectivas para frenar el empeoramiento. Dada que el hacinamiento humano en las ciudades de Extremo Oriente colinda con un amontonamiento de animales en los establecimientos de cría, cada vez que un virus gripal en esa parte del mundo salta de especie hace varias mutaciones genéticas y da origen a una pandemia nueva. Es por eso que con las gripes se necesita una nueva vacuna cada año, porque el virus gripal es muy mutante y el Sudeste Asiático funciona, muy contra su voluntad, como un laboratorio espontáneo de ensayo de mutaciones. Las gripes estacionales mayormente vienen de allí (la porcina de 2009 fue una excepción mexicana), son por lo general de baja letalidad (un 0,1%) pero inevitablemente pandémicas. Y dejan cada año entre 203.000 y 640.000 muertos.

Contra la bobera de quienes banalizan el Covid-19 y citan otras patologías infecciosas “requiem” con más muertos, este resfrío de murciélago por ahora es 7 veces más letal que los de la gripe, y su tasa de contagiosidad está en el doble o el triple. Mal combo, si no se tienen suficientes camas de intensiva y respiradores.

Contra el Ébola, aquella fiebre hemorrágica intratable que viene cosechando muertes en la población rural de la costa occidental y del centro de África, la vacuna se aprobó en diciembre de 2019. Sin embargo, la infección se conoce desde 1976. Resulta evidente que el Ébola es otra zoonosis, pero a 44 años de detectada no se sabe siquiera cuál o cuáles son las especies animales salvajes que actúan como reservorio viral.

Hasta hace 3 años esta era otra enfermedad olvidada: con su mortalidad de entre el 50 y el 90% a lo largo de su historia oficial, al matar a sus portadores sanos sin darles casi tiempo a que esparcieran el virus, éste se autoconfinaba geográficamente en pequeñas aldeas del interior de países que hoy se llaman República Democrática del Congo y Sudán del Sur. Pero la apertura de caminos facilitó su llegada a los estados atlánticos y las grandes ciudades-puerto de África Occidental.

Lo que disparó las alarmas, acicateó a la Organización Mundial de la Salud, aceleró la investigación, reunió capitales y habilitó a la FDA para ensayar la vacuna de Merck sobre 15.000 humanos “como uso compasivo” fue el brote de Ébola de 2016 a 2019, agravado por la guerra civil del Congo.

La guerra y sus millones de refugiados desparramaron el Ébola como un incendio por casi un tercio de continente.  Hubo focos que inexplicablemente distaban hasta 2000 km. unos de otros. Sólo entonces a los países del 8 G les cayó la ficha: señores, siguen Uds. Una vacunación masiva en el África subsahariana es lo único que hoy puede evitar que el Ébola salga de ese continente y se vuelva pandémico. Como dice el Martín Fierro: «No hay cosa como el peligro/ pa’ refrescar a un mamao».

Los de mi generación tenemos recuerdos infantiles del 12 de abril de 1955, cuando se anunció que la vacuna Salk contra la parálisis infantil, es decir la poliomielitis aguda. Ésta en realidad afecta también a adultos, y de forma más grave que a los chicos. La novedad de 1955 fue que esta fórmula funcionaba bien entre un 70% y un 94%, según cuál se considerara de los tres subtipos virales considerados. Tras una historia de fracasos científicos que se remontaba a 1936, aquella fue una noticia sensacional.

El difunto doctor Jonas Salk tiene algo en común con la generala Chen Wei: sin decirle nada a nadie, Salk probó la vacuna en sí mismo. Y luego, visto el incendio de poliomielitis que se disparaba en EEUU, lo hizo en sus propios hijos. Le tenía una muy razonable confianza a su fórmula con virus entero pero muerto, y no quería un hijo muerto o paralizado por los remilgos de algún burócrata en Washington.

Las epidemias anuales de poliomielitis se habían vuelto cada vez más aterradoras en Occidente. En EEUU la de 1952 fue la peor de la historia: casi 58.000 casos, con 3.145 muertos y 21.296 afectados, mayormente niños. El propio presidente Franklin D. Roosevelt, fallecido en 1945, había sido víctima adulta de este virus. Se lo pegó a los 39 años, tras haber sido un deportista consumado en toda su vida previa.

El licenciamiento de la vacuna desarrollada por Jonas Salk, muy apoyado por el presidente Dwight Eisenhower, fue el programa de salud pública más masivo de la historia yanqui: colaboraron 20.000 mil médicos y agentes sanitarios, 64.000 académicos y 20.000 voluntarios. La vacuna se había testeado en 1,8 millones de chicos en edad escolar. Sí, los EEUU entonces hicieron las cosas a lo chino.

En aquella ocasión, el mundo esperaba los resultados conteniendo la respiración. Sin embargo, con la vacuna ya en fabricación masiva en EEUU y exportándose masivamente, nuestro país sufrió una segunda epidemia a fines de 1955 y a lo largo de 1956. En 1944 había tenido una anterior, menos masiva. Pero la del 56 terminó discapacitando a 6387 pibes, de los cuales 650 murieron rápidamente por parálisis de los músculos respiratorios.

Personalmente, recuerdo haber recibido el primer pinchazo de la vacuna Salk en la primaria: tardó 3 años en bajar hasta aquí, porque el gobierno argento en 1956 tenía “otras prioridades”. Tanto así que “la Salk” pasó primero por Chile y Uruguay, países que ante la magnitud del brote argentino estuvieron a punto de cerrar sus fronteras con nuestro país. El cual, paradójicamente, entonces era el más rico y científicamente adelantado del Cono Sur.

En 1964 el pinchazo anual de la Salk fue sustituido por un terrón de azúcar embebido en un líquido algo amargo: la vacuna Sabin, a virus completo atenuado, de acción enteral y efectos mucho más prolongados que la Salk: duran toda la vida. Pero en 2017 esta vacuna a virus vivo dada en miles de millones de dosis disparó 17 casos de enfermedad «full», contra 6 de virus salvaje, es decir ambiental. Por eso en los países ya libres de polio ambiental, se vuelve a la Salk. Ninguna es perfecta.

Cuando la TV estadounidense entrevistó a Jonas Salk, un señor flaco y anteojudo nacido y criado dentro del sistema educativo público neoyorquino, le preguntó con naturalidad si había patentado su vacuna. Salk contestó asombrado, pero también con naturalidad: “¿Acaso se puede patentar el sol?”. Ni Salk ni su colega y rival Albert Sabin recibieron jamás el premio Nobel. Ni el oro ni el moro.

La combinación de ambas vacunas permitió erradicar la poliomielitis en todo el planeta, salvo en Afghanistán, el Norte de Nigeria y Pakistán, donde sigue siendo imposible inmunizar totalmente a la población: los talibanes y Boko Haram están convencidos de que la Salk y la Sabin son inventos tóxicos de Occidente destinados a volver infértiles a los hombres musulmanes. Hay ejecuciones rutinarias de los vacunadores, aún si van con escolta armada. Comprensiblemente, no sobran los voluntarios. Que además, suelen ser mujeres.

Cuando en 1955 se anunció oficialmente por Radio Nacional la efectividad de la vacuna Salk las campanas de las iglesias se pusieron a repicar, las sirenas de las fábricas a sonar, y no entendí bien por qué mi vieja y mi tía se abrazaban, así como también lo hacían en la calle los vecinos. Y eso sucedía por un comunicado emitido a 8925 kilómetros de distancia, desde Ann Arbor, Michigan, EEUU, por una fórmula que tardaría 3 años más en tener algún impacto práctico en Argentina porque el gobierno estaba en otra.

Las vacunas contra las patologías horrorosas tienen eso: borran pesadillas, y a veces lo hacen de modo tan drástico que los héroes detrás de la historia, se trate de individuos o de grandes instituciones, quedan olvidados.  También se olvidan los que frenaron la vacunación masiva en nombre de otros asuntos sin duda más urgentes, o porque son inventos del diablo, o porque leyeron ya no recuerdan en qué pasquín New Age que las vacunas causan autismo. La imbecilidad puede adoptar muchas máscaras.

Entre 1966 y 1980 la Organización Mundial de la Salud de las Naciones Unidas, remándola como jamás antes (y como nunca después, lamentablemente), logró oficialmente la extinción oficial del virus de la viruela en el planeta. Chau, te fuiste. El virus Variola, en sus serotipos major y minor, había sido la primera causa infecciosa de muerte de la especie humana a lo largo de milenios, y eso desde la prehistoria, según el registro fósil. El último caso probado es de Somalia, 1977.

En la Argentina, la vacunación masiva, parte de la furiosa campaña mundial de la OMS, había terminado con la viruela en 1970: 24 casos aquel año, y al año siguiente y desde entonces, ya ninguno.  Fue por eso que en 1980, tras 3 años sin nuevos enfermos, la OMS declaró oficialmente extinto el virus salvaje. Sólo durante el curso del siglo XX llevaba una cuenta de 300 millones de muertos, sin contar discapacitados y ciegos, cifras que triplican las de ambas guerras mundiales sumadas.

Los medios argentinos llevaron el asunto un par de días con desgano, y luego siguieron con sus temas habituales. Yo, futuro periodista científico, me enteré tarde, y sólo por mi manía de juntar unos mangos de mi salario de profesor para comprarme Scientific American en los kioskos de la calle Florida. Cuando leí la noticia sentí ese mismo orgullo de ser humano que tuve en 1969 cuando Armstrong pisó la Luna, pero también la vergüenza de que mis futuros colegas estuvieran tan en otra onda. Obviamente, decidí que nunca sería periodista.

En franco incumplimento de promesa, aviso la noticia: no es imposible que dentro de un año o año y medio, con un “fast track” sostenido y un esfuerzo de vacunación equiparable al de la campaña antivariólica, tengamos causas para empezar a olvidarnos también de la existencia del Covid-19. O antes, si los chinos le ganan de mano al Dr. Anthony Fauci. O a los israelíes, o los alemanes, o los japoneses. Están todos detrás de lo mismo: 35 vacunas experimentales. Al Covid-19 lo trataremos como al Variola major y a su hermanito minor: «Tomátelas de mi planeta». Resultados: no sabemos si o cuándo los habrá. Informaremos.

Con la Humanidad entera como mercado y la posibilidad de millones de muertos si no se logra una vacuna efectiva, se acaba de desatar el equivalente sanitario de la carrera espacial.

Daniel E. Arias