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La autoridad que brilla por su ausencia en el desastre cárnico gringo es la del NIH o National Institute of Health. Vendría a ser el equivalente de un Ministerio de Salud Pública en un país que no cree en ella, e hizo un primer y último y desmañado intento de tener un sistema de salud universal como el National Health británico allá por los tiempos de John Kennedy y de Lyndon Baines Johnson, a principios de los ’60, pero ahí quedó la pelota. El NIH es científicamente un “dream team”, quién lo duda. Pero en términos de fileteo, no corta el bacalao a la hora de tomar decisiones políticas.
Mientras el NIH sea un convidado de piedra, los trabajadores de los frigoríficos serán carne, pero de cañón. ¿Pero no lo viene siendo todo ese país?
El presidente Trump recomienda, impune y por TV, que para combatir “el corona” la población se inyecte lavandina o que se ilumine por dentro con luz ultravioleta. En un país de 328,2 millones de habitantes y muy poca educación pública de calidad (EEUU tampoco cree en eso), no faltan quienes se inyectan lavandina y se mueren por hacerle caso al presidente. Y eso porque es más fácil y barato que iluminarse por dentro con luz ultravioleta.
El único funcionario lo suficientemente invulnerable para enfrentarse en público con Trump ha sido el Dr. Tony Fauci. Como jefe eterno e indispensable del NIAID, el Instituto Nacional para la Alergia y las Enfermedades Infecciosas, Fauci ha visto pasar 6 presidentes sucesivos, aunque ninguno tan brillantemente imbécil como el actual.
Pero no se le pueden pedir peras al olmo, y el propio Fauci ya tuvo que avalar que EEUU salga a la buena de Dios de la desigual y caótica cuarentena de sus 52 estados (incluyendo el Distrito Federal y Puerto Rico), sin antivirales ni vacunas, con insuficiente infraestructura de terapias intensivas y sin siquiera una provisión local de kits de diagnóstico. Y eso ya está en marcha mientras la curva de infección en al menos 8 estados sigue logarítmica, es decir disparada hacia arriba.
Los EEUU (y serán rápidamente imitados por nuestro vecino de mapa transandino) están dispuestos a que un test de anticuerpos sirva de “pasaporte sanitario” para que los que den positivo y parezcan saludables puedan volver al trabajo.
Asunto que, como observa ácidamente el biólogo molecular Gabriel Rabinovich, profesor de la UBA, investigador superior del CONICET y miembro de la National Science Academy de los EEUU, eso se implementará sin la más pálida idea de si los anticuerpos IgG del Covid-19 son efectivos o de si son duraderos, como sí lo son los de otros virus.
Por ejemplo, los del sarampión, un paramixovirus muy diferente del SARS CoV-2, resultan eficaces y vitalicios. Por eso la vacuna, que existe desde 1963, bajó un 99% la incidencia mundial de la enfermedad y ya lleva salvadas unas 22 millones de vidas: el pinchazo te preserva sin fecha de vencimiento. Aunque aquí el sarampión volvió con 61 casos en 2019, y eso porque no se importaron vacunas, y también por exceso de madres New Age algo autistas y que creen que las vacunas causan autismo.
Pero volviendo al tema, Agendar ve bien que con casi 100 laboratorios y universidades en competencia por una vacuna contra el SARS CoV-2, aquí el MinCyT prefiera concentrar sus escuetos mangos en desarrollar diagnósticos. Aún si las sombras insignes de Houssay, Leloir y Milstein, nuestros premios Nobel en fisiología y medicina, animaran a nuestros biólogos, nos sería difícil ganarle a tanta gente. Pero más difícil aún, ganarle a este maldito virus.
Sucede que los anticuerpos creados por el sistema inmune humano contra otros virus corona, como los 4 del resfrío común, desaparecen en 2 o 3 meses. Pero algo parecido sucede con los de otras 2 zoonosis también a coronavirus muy letales, como el SARS CoV-1 y el MERS. Contra estas enfermedades novísimas (2002 y 2012), que matan respectivamente al 12 y al 35% de los infectados, todavía no se logró ninguna vacuna. Los anticuerpos de los que se curan duran a lo sumo 15 años en el SARS, y en general menos en el MERS. La eficacia y la duración de la respuesta de anticuerpos parece más el producto de la inmunocompetencia de cada individuo que resultados tabulables para uno y otro virus. El SARS CoV-1 parece haber desaparecido, pero Medio Oriente sigue teniendo MERS como endemia de baja incidencia. Por suerte para nuestra especie, tanto el SARS como el MERS son mucho menos contagiosos que el Covid-19.
De modo que, previendo que los humanos tendremos que convivir un tiempo imposible de determinar sin vacunas, y con un único antiviral discretamente efectivo hasta ahora (el remdesivir), el desvirtuar nuestros nuevos tests criollos de anticuerpos como “pasaporte laboral” será la tentación de más de un jefe de personal, de más de un cacique político y de más de un negrero industrial, de esos que prefieren que la economía viva aunque los ciudadanos mueran, disparate infalible para hundir la economía. Bueno, no la de todos
Lo cual nos lleva a la Gran Pregunta del Coronavirus: ¿por qué es más infectivo y más letal en algunos países que en otros? ¿Y por qué ese ha enseñoreado de una rama particular de la industria mundial, como la frigorífica, sin que casi importe de qué país se trate?
Si hablamos de países y no de industrias, el Covid-19 en Irán ha dejado un tendal, pero en Iraq, país vecino y en guerra civil cuya estructura sanitaria desapareció por completo, la mortalidad por millón de habitantes es misteriosamente menor. Que Chile tenga el doble de muertos por millón de habitantes que la Argentina no supone enigma alguno: aquí se hizo cuarentena rabiosa de movida, que es cuando sirve. Pero al Oeste de la cordillera la cuarentena fue tarde, poca y a la retranca. El letal caos brasileño se explica por su presidente. Ese país vivirá reinfectándonos, incluso cuando tenga otro menos peligroso.
La cuarentena a rajatabla explica el éxito anti Covid-19 de Nueva Zelanda y Australia, con sus curvas de contagio tan a la baja que están reabriendo sus economías. Pero los ayudó no poco la geografía: son islas de baja densidad poblacional y sus fronteras (es decir puertos y aeropuertos) siguen cerrados a cal y canto al ingreso de extranjeros.
¿Pero cómo lograron salir de la crisis Singapur, Hong Kong y Corea sin cuarentena? Han vivido en semicuarentena lo que va de este siglo. Tienen el entrenamiento colectivo de haber bancado el SARS en 2002, la gripe aviar H5N1 en 2003, la porcina H1N1 en 2009, y hasta un toque de MERS en 2012: la población de esos sitios acepta el barbijo con tanta naturalidad como los zapatos, le pone voluntariamente el dedo a la jeringa para testear sus anticuerpos en kioskitos sanitarios en la calle, y acepta sin chistar que al que sale positivo confirmado por RT-PCR (97% de fiabilidad) “le den la cana domiciliaria” hasta 28 días, así como a su familia.
Además, el ciudadano promedio de esos enclaves le concede al estado la capacidad de armar su rastreo de contactos recientes, y testear compulsivamente a todos, así como encerrar en su domicilio a los que salgan positivos. Andá a hacer eso en un país europeo occidental o en EEUU…
Aún así, ¿cómo se explica el incendio de casos en la cosmopolita Nueva York, tan vinculada por flujos de personas a China como si estuviera por error en la costa atlántica en lugar de la del Pacífico? Es increíblemente mayor que la incidencia de Covid-19 en Dallas, mediterránea pero con un aeropuerto axial conectado al resto del planeta, y donde nadie controlaba a los estadounidenses que aterrizaban, aún si venían desde países infectológicamente en llamas.
¿Cómo se explica el comportamiento tan distinto en tan distintas circunstancias de un virus tan simple, que sólo tiene 24 genes, aunque algunos todavía afirman que son 15? Hay 195 estados reconocidos como autónomos por las Naciones Unidas, y son fácilmente agrupables por su respuesta sanitaria frente al SARS CoV-2, pero la conducta del virus en ellos evade estas clasificaciones.
Gabriel Rabinovich, muy opuesto a que los tests de anticuerpos funjan de pasaporte sanitario
Con su política negacionista y aparentemente estúpida, Trump, el modelo que inspira a nuestro vecino Jair Bolsonaro, ya se puede anotar 78.529 muertes a fecha del 8 de mayo (20.000 más de lo que acumularon Kennedy, Johnson y Nixon en 10 años de guerra en Vietnam), y sigue cosechando. Pero Trump no está solo en EEUU, ni en su aparente locura deja de haber un método, y ese método tampoco es exclusivo del Partido Republicano.
El alcalde de New York, Bill de Blasio es un demócrata, y en el arranque de la crisis, que es el único momento en que una cuarentena hace realmente diferencia, se negó a aplicarla “para no generar desocupación”. Como resultado, hace apenas un mes en la Big Apple, la Gran Manzana, se moría de Covid-19 un neoyorquino cada 3 segundos (sic).
Esto generó un “spin off” insospechado en la industria frigorífica: la municipalidad neoyorquina salió a alquilar camiones refrigerados para almacenar cadáveres, porque las morgues estaban desbordadas. Las empresas de pompas fúnebres y los cementerios también, por lo que de Blasio empezó a enterrar pobres en fosas colectivas. La filosofía subyacente a todo esto aquí la conocemos bien: “Lo importante es la plata: la salud va y viene”. Tuvo plena vigencia hasta hace poco.
Para volver al tema, la contribución de Trump a la crisis de salud de Covid-19 en la industria cárnica es doble: con la definición de “rama productiva estratégica en tiempos de guerra”, no sólo le quitó herramientas legales a los gremios para defender a sus afiliados. Mucho más al hueso, por decirlo en la jerga del rubro, llegó su política de perseguir de mil modos a la inmigración mexicana y centroamericana. Que no es una idea muy original porque también la aplicó el progresista Barack Obama, su predecesor demócrata en la Casa Blanca.
Los frigoríficos estadounidenses están llenos de inmigrantes ilegales con jornada interminable. Ya estaban acostumbrados a no reclamar por asuntos sanitarios, pero al que chilla ahora no sólo lo despiden sino que también lo deportan. Esto es práctica común en toda la industria de la alimentación de los EEUU, pero en la carne es todo peor por asuntos estrictamente físicos, biológicos y logísticos.
Para entenderse: un cosechador de naranjas en California suele llegar a la finca donde tiene su changa temporaria en su propia y destartalada camioneta, trabaja al aire libre y aunque vuelva molido, su casa no suele estar demasiado lejos. Pero los frigoríficos de todo el país se han construido deliberadamente en medio de la nada, donde no hay vecinos que protesten por efluentes nauseabundos gaseosos, líquidos o sólidos de la cría intensiva y del matadero. Son lugares donde el costo de oportunidad de la tierra, además, es muy bajo. Llegar ahí en combi ya implica hacinamiento.
Y en el trabajo en sí, aún más que el hacinamiento, el factor definitivamente “pro-viral” parece ser el frío. Los equipos de refrigeración son el comienzo de una cadena que trata de alargar la vida de anaquel de las carnes contra la descomposición bacteriana, lo cual salva millones de vidas de consumidores. Pero la exposición prolongada a frío ya es un factor inmunodepresor para el organismo humano, lo cual traza una línea de conflicto entre laburantes y compradores.
De todos modos, el efecto más notable del frío probablemente se da sobre los aerosoles invisibles que expelemos los humanos simplemente con respirar. Una gotícula de saliva de entre 1 y 5 micrones tiene una velocidad de caída por gravedad inferior a los 10 cm. por hora, y eso en aire perfectamente quieto.
Con los equipos de refrigeración “al mango”, el aire dentro de un frigorífico está en cierto movimiento, generalmente caótico, de modo que la vida media aerotransportada de esa gotícula se mide en horas, y su resistencia a la evaporación mientras baila erráticamente por los aires es enorme, debido a la temperatura. Si la gotícula proviene del tracto respiratorio de un portador asintomático a punto de enfermarse, desde ya tiene un carga viral importante.
Una gotita visible de saliva, producto de un estornudo, es milimétrica, no traspasa una mascarilla N95, cae rápido al piso y su alcance horizontal rara vez excede los 1,80 mts. de separación entre trabajadores exigidos por OSHA. Pero en la circulación de aire frío de un frigorífico la vía de contagio no es la gotita milimétrica, sino la inhalación de aerosol micrométrico, y el alcance de ésta nube invisible emanada de centenares de gargantas y narices es prácticamente ilimitado. No hay rincón de la planta adonde no llegue.
Cuando finalmente esa gotícula se deposita sobre una superficie lisa, mismo problema: con el frío, tarda días enteros en evaporarse, cosa que juega a favor de este virus, particularmente intolerante a la desecación. Sin un mínimo de agua alrededor y adentro de su minúscula cápside de grasas, el SARS CoV-19 se desintegra estructuralmente. Pero a una temperatura de 20º C y sobre plástico liso o acero inoxidable, blindado en su película de saliva, puede seguir viable 2 o 3 días. Y con las temperaturas de 4 o 5º C de un frigorífico, el virus resiste 5 días y más.
Concluye mañana
Daniel E. Arias