VOYAGER: extendiendo la punta de un dedo hacia el Universo

La escueta Voyager II: la antena larguísima mide campos magnéticos. El cilindro compacto bajo el chasis es la fuente termoeléctrica de plutonio 238. Las cámaras con sus articulaciones pivotantes se ven arriba. Tiene un total de 11 sensores empaquetados en apenas 734 kg.

ATENTO VOYAGER II, AQUÍ LA TIERRA

Desde el 14 de Septiembre del año pasado sabemos que el Voyager II nos oye e incluso nos escucha (es decir, nos oye y además entiende nuestras indicaciones). Este viernes 19 de Febrero de 2021 sabremos si esta nave increíble nos sigue haciendo caso, o si debemos resignarnos a que se nos muera.

El 25 de Enero del año pasado esta sonda cósmica se autodiagnosticó una falla y automáticamente apagó sus últimos 2 sensores activos para conservar energía. Había salido de la Tierra con 11 instrumentos funcionando joya, pero eso fue hace 44 años. Existía la URSS pero no la Internet, y tal vez Ud. tampoco, lector.

A medida que ambas sondas Voyager excedían su vida útil máxima planificada de 12 años y algunos sensores iban perdiendo utilidad, hubo que irlos apagando para conservar las termocuplas de las 3 baterías de plutonio 238. Cada año que pasa, éstas pierden 4 vatios de potencia. No hay placas fotovoltaicas en las Voyager: no servirían de nada en la oscuridad por la cual navegan ambos vehículos, para los cuales nuestro Sol es otra estrella más, de puro chiquita y lejana.

La primera erupción volcánica extraterrestre detectada en Io, una de las 89 lunas de Júpiter.

            Y en plan de ahorro se empezó por las cámaras que en su momento sacaron tan espléndidas fotos de los planetas gaseosos, y luego de los exteriores y de algunas de sus lunas, todas ellas bastante más interesantes que los planetas en sí, desde el punto de vista de la exobiología. Lectores, los Voyager nos rompieron la cabeza.

Gracias a esas cámaras sabemos que Io, una de las 89 lunas de Júpiter, tiene vulcanismo activo, con 2 volcanes fotografiados “in fraganti” escupiendo nubarrones de dióxido de azufre y lava basáltica, muy al estilo terrestre, como se puede ver aquí. Titán, la mayor de las lunas jovianas, bajo una atmósfera rojiza de amoníaco esconde mares de metano y otros hidrocarburos líquidos; y sepultados en roca, muy debajo de tales océanos de gas licuado y nafta, hay otros mares, pero de agua y amoníaco, que disparan geysers. Titán tiene más acción que Las Vegas.

Europa, Ganímedes, Calisto son tres más de las 89 lunas jovianas con mares acuosos bajo gruesísimas corazas de hielo, así como Encélado, Dione y Rhea, 3 lunas de las 90 de Saturno. Todas ellas parecen también encerrar mares.

Y es el caso también de Titania y Oberón, 2 de las lunas de Urano, y por último, el de Tritón, esa loca y enorme luna de hielo rojo medio parecida a Plutón, y que gira a contramano de la rotación del 8vo y último planeta verdadero, Neptuno. El mentado Tritón, satélite neptuniano, también tiene criovolcanes activos. Desde algún océano subglacial invisible escupen agua con amoníaco a 160 km. de altura: podrían derribar a un satélite artificial, cuando instalemos alguno allí.

Las cámaras de los Voyager nos dieron todas estas primeras sorpresas en vivo y directo. Nos dijeron adónde debíamos apuntar otras cámaras espaciales que se construyeron después, como las del observatorio orbital Hubble, que subió a órbita baja terrestre 13 años tras la partida de los Voyager. O las de la misión New Horizons, lanzada hacia ese suburbio último  del Sistema Solar, la Nube de Oort, que despegó de Cabo Cañaveral 39 años después de los Voyager.

Resultaría raro pero no imposible que, cavando bajo el cascajo marciano, (tarea en los próximos días a cargo del rover Perseverance), nos encontremos con alguna que otra bacteria extremófila de bajo metabolismo. Ese bicho sería un lerdo relicto de aquel Marte rumboso de hace 3000 millones de años, con núcleo activo, campo magnético, tectónica de placas, mares, vulcanismo poderoso, una atmósfera de densidad decente e incluso, tal vez, una biosfera: casi una Tierra chiquita y fugaz. Pero pinta que todo eso desapareció. Si el árido y helado Marte de hoy tuviera un slogan político, podría ser: “Dicen que soy aburrido”.

Lo que nos enseñaron los Voyager es que si queremos encontrar ecosistemas acuosos vivos HOY deberíamos mitigar un poco nuestra obsesión marciana, y mandar robots mucho más poderosos, naves madre con inteligencia artificial, que perforen pozos inmensos en el hielo lunar de los planetas gigantes y externos, y luego pongan a navegar “drones” por esas aguas oscuras. Probablemente son los sitios menos aburridos del Sistema Solar, después de la Tierra, dicho con ánimo de pesca. Olvídese del Loch Ness.

Los Voyager, estimadas/os, nos dieron vuelta el mate. Nos pasaron el primer indicio de que los mares en otros mundos tal vez sean cosas de lo más comunes en nuestro Sistema, y entonces ¿por qué no también en el resto del Universo?

En la nueva visión que nos dieron ambos Voyager, los planetas gaseosos gigantes son verdaderos sistemas solares en miniatura. Como tales, tienen decenas de lunas que generan calor profundo en sus corazones de roca, debido a la palpitación (sístole compresiva, diástole expansiva) que dichos satélites ejercen gravitacionalmente unos sobre otros al encontrarse y desencontrarse en sus órbitas.

Las grandes lunas de hielo parecen tener esa fuente gravitacional de energía térmica. Y éste calor, además del evidente vulcanismo, podría originar vida sin fotosíntesis solar en lo profundo. No hay que inventar nada, podría parecerse a esas bacterias extremófilas terrestres que viven oxidando sulfuros en el terrible calor geológico de las termas abisales, en las cordilleras dorsales oceánicas, a 2000 o 3000 metros de profundidad.

El calor de algunas lunas no sólo mantiene líquida el agua bajo el hielo, sino que origina criovolcanes. Fueron fotografiados en incontestable erupción en Titán, Encélado y Tritón por los Voyager. Constan en actas. Los materiales para construir vida extraterrestre están ahí en las lunas, y la energía también.

¿Se entiende por qué algunos viejos “groupies” queremos a los Voyager como a los Beatles y a Gardel? Porque, como los mentados, nos cambiaron el paradigma. Sus cámaras nos forzaron a sopapos a hacernos las preguntas correctas: ¿la vida, entonces, es un fenómeno rarísimo o banal?

¿Che, no será incluso inevitable?

Ambas sondas Voyager hace tiempo que están fuera de la frontera radiológica del Sistema Solar, la heliopausa, donde el viento solar lucha contra el viento galáctico. Hoy sabremos si la nave número 2 seguirá viva, y por cuánto tiempo.

            Se necesita una velocidad de escape de 11 km/s para salir de la Tierra, pero para escapar del Sol, cuya masa es 300.000 veces mayor, la velocidad no la busques, lector/a, en ningún propulsor químico. Sólo te la va a dar el brutal campo gravitatorio de –pongamos- Júpiter. Te zambullís en ese pozo de gravedad y el planeta te acelera en la caída, pero en lugar de embestirlo le pasás de refilón y salís de la picada disparado en la dirección que elijas, sólo que con una velocidad mucho mayor.

Es lo que hicieron los Voyager, y lo hicieron más de una vez. Aprovecharon una alineación insólita de planetas que se da una vez cada 184 años, y que les permitió ir saltando de uno en otro como va Tarzán, columpiándose de liana en liana.

La gravedad del Sol, en cambio, siempre te bolea las patas, te tira hacia adentro del Sistema Solar, no quiere dejarte ir, va limando cada acelerón gravitatorio que supiste conseguír a lo Tarzán. Pero las «gravity gains» se pueden haber acumulado, mal que mal, y los últimos saltos, si los hiciste lo que se dice bien, te pueden dar velocidad de escape para salir de los límites radiológicos del Sistema Solar. El Voyager II los cruzó en 2018, viajando a 15,4 km/s y el #1 los traspasó antes, en 2012 y a 17 km/s. Chau, Sol.

Tras volar en tándem sobre trayectorias casi idénticas en sus primeros 22 años, las naves II y I separaron sus rumbos en Neptuno, el último planeta, en 1996.

El Voyager I pasó sobre el Polo Sur neptuniano y salió como escupido en ascenso de 35º por sobre la eclíptica, el plano de giro de la parte planetaria del Sistema Solar. Por ello la telemetría, comunicaciones, comando y control (TC3) con el Voyager I (que técnicamente ya no da para mucho), se hace desde dos enormes antenas de 70 metros de diámetro de la NASA, una en California y otra en Madrid. Son parte de la red DSN (por Deep Space Network, o del espacio profundo). Con ella la NASA controla casi todos sus activos en vuelo por el Sistema Solar. Salvo uno.

Aquel año 1996 se venía muriendo de una leucemia uno de los inspiradores de esa misión doble (y antes de las misiones Viking a Marte, y luego de la Galileo a Júpiter). Hablo del planetólogo, divulgador y poeta Carl Sagan.

Es difícil explicarle Sagan a un milennial: a fines de los ’70, su serie de divulgación “Cosmos”, por televisión abierta, tuvo 500 millones de fieles en 60 países cada viernes. Es más o menos lo que habían juntado –y una única vez- Neil Armstrong y Buzz Aldrin el día que descendieron en la Luna, en la década anterior. Hay gente que siguió carreras científicas por Sagan, y algunos a los que no nos daba el mate para tanto, nos hicimos divulgadores.

A pedido de don Carl, el Voyager 1 recibió la orden de girar sus cámaras para fotografiar por última vez la Tierra, ya entonces tan lejana que en la imagen ocupa un único pixel.

Carl Sagan, 1933-1996.

            Fue con esa foto a la vista que Sagan escribió y grabó, con su tranquilo vozarrón de barítono, “The Pale Blue Dot”(el pálido punto azul). Es la reflexión más bella, lacónica y sincera producida por la astronáutica. Pese a la música pegajosa que le untó encima la NASA (esa agencia publicitaria con un programa espacial adjunto), vale la pena escuchar esas palabras:

Mientras Sagan se hacía famoso por última vez, el Voyager II pasó sobre el Polo Norte de Neptuno y se zambulló en una picada de 48º de inclinación bajo la eclíptica, para tomar imágenes muy impactantes de Tritón. Por eso es que hoy para tener TC3 de esa nave dependemos de la única antena como Dios manda de la Deep Space Network que la NASA se dignó ubicar en el Hemisferio Sur, la DSN43.

Las sorprendentes texturas topográficas de Tritón, satélite de Neptuno.

            Esa antena de 70 metros de diámetro está en Canberra, Australia, es viejísima (47 años) y entró en reparaciones y repotenciación en marzo de 2020. Lo hizo justo a tiempo para que el Voyager se quedara sin instrucciones durante 7 meses, haciendo lo poco que ya hacía. Cundió la pandemia y Australia, con pocos enfermos pero intenso intercambio comercial y de personas y virus con China, se cerró como una almeja.

De los 30 supervisores de la NASA que ya partían para Canberra con las camisas arremangadas y escupiéndose las palmas de las manos, sólo se permitió el ingreso de 4. Así las cosas, la DSN43 se atrasó muchísmo en su “revamping” y vuelve oficialmente a la vida HOY.

¿Qué significa eso para el club de fans de la Voyager II?

La antena Deep Space Network 43 de Canberra, Australia, única en el Hemisferio Sur capaz de hacer contacto de ida y vuelta con la Voyager II.

            Esta frágil nave ha seguido emitiendo telemetría esos 7 meses en forma automática, certifican otras antenas menores de la DSN en Australia. Pero una colgadura de sistemas a bordo la hizo apagar automáticamente la calefacción de sus últimos sensores activos, para conservar baterías.

En Octubre de 2020 se pudo usar el la DSN43 para preguntarle a doña Voyager II hasta qué punto sigue viva, y lo estaba, bien gracias, ¿y por casa? Hoy seguramente la NASA está ensayando si ese maquinón geriátrico, a 18.000 millones de kilómetros de nosotros, está en condiciones no sólo de escuchar sino de seguir, todavía, un par de instrucciones. Reencender algunos sensores, tal vez. O corregir su posición.

A su venerable edad de 44 años, cada componente del Voyager II traspasó ene veces su duración máxima estimada. 5 de los 11 sensores estaban prendidos y muy atentos cuando el vehículo atravesó la heliopausa, el límite entre el ambiente radiológicamente solar y el propiamente interestelar.

Pero aunque la vida de la Voyager II ha consistido en darnos sorpresas, ya no se esperan grandes efemérides. Casi todos los sensores entre ellos las cámaras- ya no se calefaccionan más para amarrocar electricidad, y como la nave viaja por el espacio interestelar, a 3 grados Kelvin (es decir a -270º Celsius), pueden haberse congelado. Y entonces andá a resucitarlos.

Y es que nadie diseñó los Voyager para llegar tan lejos. Si la II sigue viva, su robustez es consecuencia de su simplicidad. Es más invencible que un Rastrojero. Es tan obsoleta que toda su memoria RAM suma 67 mega, 200.000 veces menos que la de un celular cheto 5G.

La idea original de Sagan y de todo el equipo era pispear Júpiter y Saturno, y su ruta. Cuando pasado Saturno se vio que ambos vehículos seguían técnicamente joya, se tomó la decisión de estirar la misión hasta Urano, Neptuno y después vemos. Hasta ahí, la misión era planetológica. Pero como estos vehículos, nada impresionantes con sus flacos 734 kilos de masa, llegaron a Neptuno en absoluto plan de «no me muero más», la muchachada a cargo de las misiones planetarias decidió jugarse a lo grande y, usando el trampolín gravitatorio de Neptuno, directamente sacarlos del Sistema Solar.

Hoy son sondas interestelares que no van a ningún lugar preciso, pero muestran el medio ambiente radiológico galáctico, el espacio tal como es por fuera del paraguas físico de la heliopausa. Y a fuerza de rayos cósmicos emitidos por estrellas que explotaron, es aún mucho más brutal que el espacio interplanetario. Toda idea de astronáutica interestelar, hermanas y hermanos criados leyendo a Isaac Asimov, Stanislaw Lem, Úrsula K. Le Guin y Cordwainer Smith, es incompatible con la fisiología humana.

Como en esta tercera y casi inesperada parte extrasolar de su misión a la nave le toca detectar velocidad, energía y dirección de partículas cargadas y de campos magnéticos, con 2 sensores “ad hoc” alcanza para esta tarea. Las cámaras no sirven, al no haber ya nada corpóreo qué fotografiar.

Pero lo esencial ahora que se reanuda contacto con la nave no es tanto la carga útil como la plataforma de servicios, en especial los 16 “thrusters”, minicohetes propulsores químicos de hidrazina. Cada tanto hay que dispararlos unas milésimas de segundo para conservar la “actitud” de la nave y el perfecto alineamiento de la antena del Voyager II con la DSN43 de Canberra. Pero los thrusters se han venido deteriorando, y hay que ver si aún disparan y con qué grado de control.

La puntería es importante, como le recordaba Guillermo Tell a su hijo (y viceversa).

La pequeña antena de 2,70 metros de diámetro del Voyager emite con apenas 20 vatios, la potencia de una lamparita de heladera.

A 18.000 mil millones de kilómetros, en Canberra esa señal se recibe 17,35 minutos después con una potencia de 0,000.000.000.000.000.000.001 vatios, y hay que diferenciarla del estrépito de fondo producido por millones de otras fuentes naturales de ondas de radio, llenas de sonido y furia pero carentes de significado, al decir de otro Guillermo, don Will Shakespeare.

Descifrar los susurros del Voyager no requieren del tamaño y potencia gigantescas de la DSN43: lo hacen antenas mucho menores. Pero la operación contraria, emitir desde Tierra una señal que la antenita parabólica del Voyager pueda diferenciar de la incoherente cháchara de fondo para luego interpretar las órdenes, eso requiere de una potencia de salida tremenda.

En las películas malas, los vehículos espaciales andan con los propulsores activados al taco todo el tiempo, como si fueran aviones de combate. La realidad de los satélites y sondas es otra, y máxime si para impulsarse usan propelentes líquidos viejos y setentosos, como la hidrazina y el tetróxido de nitrógeno.

Satélites y sondas usan esos propelentes de un modo entre amarrete y miserable, con maniobras minúsculas premeditadas, discutidas y calculadas en equipo durante semanas, porque las existencias de líquidos a bordo son limitadas. El día que se agotan se pierde definitivamente el contacto de la nave con las antenas terrestres, y no habiendo estación de servicio para recargas, esa sonda queda dando tumbos a la deriva.

Si tal va a ser el destino de la Voyager II, tal vez nos enteremos hoy. Todavía tendrá potencia en sus baterías de plutonio para seguir midiendo hasta bien entrado el año 2167 los parámetros del viento de partículas que sopla por la galaxia: contra todo pronóstico, los sensores aparentemente aguantarían. Pero funcionalmente para nosotros, los terrestres, la Voyager II habrá muerto y jamás nos enteraremos de que sigue viva y repartiendo informes de la meteorología de la Vía Láctea, misión a la que llegó por puro «y ya que estamos», y para lo cual nunca fue diseñada.

Se volverá una sonda zombie.

Si es así, habremos perdido uno de los robots más sorprendentes, aguantadores, revolucionarios y queridos de la historia. Al menos, para quienes seguimos sus hazañas desde… ¿1977? Joder, cómo se va la vida.

Daniel E. Arias