«Abran paso a una vacuna argentina» – 1° parte

El equipo de Juliana Cassataro en UNSAM - Vacuna Arvac Cecilia Grierson

Hace días un lector adulto aún no vacunado contra el Covid-19 (algo ya no tan frecuente en Argentina), nos escribió para formar parte de la fase 1 de la vacuna de la UNSAM (Universidad Nacional de San Martín). Le deseamos buena suerte y lo derivamos.

Va a tener que esperar. Este “trial” empieza recién en enero de 2022, noticia que ya dimos un par de veces y el 15 de agosto repetimos en este exhaustivo artículo de Nora Bär. Sin embargo, para los lectores que nos leen ocasionalmente sigue siendo novedad.

La fase 1 es un ensayo de seguridad sobre 100 voluntarios sanos, y lo seguirá otro de fase 2/3 sobre 4000. Ambos grupos deberán haberse vacunado antes con otras fórmulas, porque lo que se intenta es explorar la inmunogenicidad como dosis de refuerzo de la ARVAC Cecilia Grierson.

El equipo de la Dra. Juliana Cassataro votó por ese nombre con carga histórica. Grierson, primera argentina en ganarse el título de médica en el archimachista siglo XIX fue un monumento a la persistencia. Cassataro, por suerte para el país, también.

Por brevedad y para diferenciar esta vacuna de las decenas en danza en el planeta, cada cual con su galimatías de cifras y acrónimos, en AgendAR llamamos “la Cecilia” a esta propuesta Nac & Pop.

La vacuna de la UNSAM está pensada para tres usos:

  • Dosis de refuerzo
  • Fórmula de respuesta rápida ante la aparición de nuevas variantes virales en la región
  • Vacuna pediátrica y para personas inmunodeprimidas (esto requeriría de dos estudios más)

Para frustración del lector que nos preguntó, la performance de “La Cecilia” sólo se estudiará en pre-vacunados: a mediados de 2022 habrá poca gente sin su par de pinchazos, y no será población representativa. Y es que en mayo de 2021 se dio vuelta la taba y la Argentina arrancó (y era hora), con su inmunización masiva mediante vacunas importadas.

Ésas ya costaron más de U$ 1661 millones. La vacuna china Sinopharm, por dar un caso, en lo peor del desabastecimiento de 2020, llegó a U$ 20 por dosis. Razón de más para tener una fórmula nacional que no le falte a nadie, que no haya que esperar en Ezeiza, libre de patentes extranjeras y cláusulas restrictivas a la exportación, de fabricación 100% local, con una base tecnológica simple y fácil de modificar para seguirle las gambetas evolutivas al SARS CoV2.

Y por último, que cueste no más de U$ 8. Y que esos dólares queden en el país.

1. Qué vino haciendo Argentina en la materia

El verdadero vacunatorio VIP de la Argentina fue la cancha de básket del “Equipo Millonario”.

El país entró al baile de esta pandemia tarde y a tropezones. Pagó con exceso de muertes el incumplimiento de las entregas de la vacuna AstraZeneca. Esta firma anglosueca fue el plan A del gobierno en 2020 y en AgendAR, por lo que valga nuestro apoyo, estuvimos en total acuerdo. Nos equivocamos.

¿Por qué estuvimos de acuerdo? La marca parecía tener un buen cruce de curvas de efectividad y precio. Nos pareció previsor que se fabricara bajo licencia en el país, por aquello de que más vale pájaro en mano que cien volando, visto que durante uno o dos años reinaría un enorme desabastecimiento mundial de vacunas.

La escala de producción era otra garantía: se empezaría por 25 millones de dosis/mes para escalar luego a 50. No habría modo de que faltara. ¿O sí había?

Lo hubo. Un acuerdo horroroso (para Argentina) permitió que la AstraZeneca se produzca a granel en mAbxience, Garín, provincia de Buenos Aires, planta perteneciente al grupo Insud de Hugo Sigman, para luego exportarse en tambores en un 100% a México con vistas a su fraccionamiento.

Luego, supuestamente, la primera cuotaparte argentina -22,4 millones de dosis- debía volver al país, ya filtrada y encapsulada. El Estado pagó el 60% de la operación por adelantado. Y la cuotaparte la seguimos esperando.

De suyo, ese ida y vuelta de la fórmula carecía y carece de todo sentido logístico. Nuestra compra preliminar podría haberse cumplido con menos de un mes de la producción inicial de mAbxience, la cual pudo y debió haber hecho el proceso de “filtering-filling” sin salir del país. No es tecnología extraterrestre, y aquí la tenemos.

Y cerquita, además, y de empresas del mismo grupo o asociadas. A 400 metros de mAbxcience está la planta de Biogénesis Bagó, copropiedad de Bagó y del grupo Insud, el del mentado Sigman. Y Biogénesis algo de “filtering-filling” debe entender: fabrica 330 millones de dosis/año de inyectables para aftosa, además de otras enfermedades virales y bacterianas, entre ellas brucelosis y rabia.

Biogénesis es parte de la mayor exportadora de inmunizantes anti-aftosa del mundo. Desde Canadá hasta el Cono Sur, 4 de 10 bovinos reciben sus fórmulas. No es la mayor fábrica del mundo en su tipo porque Insud y Bagó instalaron otra planta considerable en Sao Paulo, Brasil y está construyendo una cuarta aún mayor en Arabia Saudita, dado que la tercera la abrió en 2016 en la provincia de Shaanxi, China, donde produce 400 millones de dosis/año.

Pero el grupo Insud tiene otra planta más que hasta 2020 se dedicaba únicamente al “filtering-filling” de vacunas importadas a granel: Sinergium Biotech, que está a 260 m. de distancia de mAbxience, en Garín. Como dice en la página web de Insud el dueño del grupo, Dr. Hugo Sigman, Sinergium “tuvo que dedicar un año y medio a la búsqueda de equipos y la capacitación de sus profesionales para poder fabricar completamente la vacuna de gripe de Novartis y la de neumococo de Pfizer”.

En suma, que aquí había y hay filtros, botellitas, planta y recursos humanos para la terminación local de la AstraZeneca, todo a un minuto de distancia de garinense “a pata”. Visto lo cual el acuerdo de “todo va a México y después vemos” parece una imposición de:

  • el financista del acuerdo, el magnate mexicano Carlos Slim, quien privilegió a su país (“Who pays the piper calls the tune”, dicen los ingleses. “El que paga al flautista elige la música”)
  • la costumbre de AstraZeneca por fabricar en algunos países (y desabastecerlos totalmente) para vender en otros, algo que le ganó en la Unión Europea odios vehementes en los medios, denuncias parlamentarias, allanamientos de fábricas, juicios y decomisión de vacunas,
  • vocación nacional medible en números negativos por parte de Insud, que está en 40 países, es tan argentina como Barcelona (la ciudad, no la revista), y cuyos negocios con el estado argentino –Sigman dixit- representan sólo el 1,5% de su facturación,
  • y la distraída ausencia o presencia del Ministerio de Salud (MinSal) argentino en una mesa donde se decidía la vida de decenas de miles de compatriotas.

Insud puso U$ 60 millones en mAbxience para su reconversión. La planta, recién inaugurada, estaba inicialmente equipada para producir otro tipo de biológicos: anticuerpos monoclonales. Si eso es difícil, fabricar vacunas con adenovirus transgénicos como vectores está en otro orden de complejidad tecnológica mayor.

El acuerdo se firmó en agosto de 2020 y la adaptación se hizo a velocidad warp. La planta de mAbxience ya estaba produciendo a todo vapor vacunas AstraZeneca a granel en noviembre de 2020. Según lo acordado, las primeras 2,3 millones de inoculaciones debían haber regresado fraccionadas a Argentina en marzo de 2021 y otras 4 millones en abril. No llegaron. ¿Por?

Porque en México, donde el “filtering-filling” quedaba a cargo de Laboratorios Liomont, faltaban filtros y frasquitos. O sobraban contagiados, una de dos. El hecho es que la vacuna se quedó atrancada en tierras aztecas, y sin servir siquiera para inmunizar a los mexicanos.

Es difícil de creer (pero no imposible) que Liomont careciera totalmente del equipamiento de terminación cuando se firmó el acuerdo. México todavía paga aún un precio muy alto por lentitud en la vacunación: cerró agosto con 525.000 contagios nuevos.

Se dijo después que el entonces presidente Donald Trump retuvo en EEUU los insumos necesarios aplicando una ley de emergencia de 1948. Es “la tesis del yanqui malvado”. En Sudamérica, no hace falta ni venderla.

Pero quien haya negociado por Slim sin cotejar antes las capacidades mexicanas no parece una lumbrera. Y sin embargo, comparado con quien haya negociado por Argentina (no veo alzarse ninguna mano) es un genio.

En febrero de este año el presidente Alberto Fernández viajó a México con comitiva, presuntamente para eventos diplomáticos. Sin gran sarasa protocolar y junto a su par mexicano, Andrés Manuel López Obrador, visitó Liomont. Si esperaba volver con un anuncio de regreso de vacunas, eso no sucedió.

En un sálvese quien pueda a fines de marzo, al año y 8 días de empezado el “lockdown” antipandémico, el MinSal activó el sistema Covax de Naciones Unidas e hizo llegar 218 mil dosis de AstraZeneca “made in South Korea”, cuando ya traíamos 55.000 muertos en el “debe”.

El Serum Institute hizo llegar 580.000 Covishield, que es la AstraZeneca “made in India”, y la empresa SK de Corea, 864.000 dosis de la AZ-SK Biol, igual vacuna “made in Corea”: todo de a puchitos, todo demasiado poco, todo demasiado tarde. Y ahí se terminó el Covax.

La AstraZeneca “made in Garín” empezó un regreso sin gloria en otoño de 2021, también en cuentagotas. Promediando septiembre, Liomont debía aún unas 9 millones de dosis sobre las 22,4 millones comprometidas, y eso sobre mucho más de 100 millones fabricadas y exportadas a granel.

Cuellos de botella parecidos o de otro tipo tuvieron todas las multinacionales que fabrican vacunas para el Covid: pasar de escala laboratorio a producción masiva es ripioso. Siempre hay algún aparato o insumo que falta, o una partida que sale mal, según los procedimientos GMP, y que hay que tirar.

Pero las estupideces llegan a lo épico cuando la gestión de recursos únicos para la Argentina –en este caso, de la mayor y más compleja planta de biológicos de la región- la deciden entre una multinacional anglosueca, otra española y distantes filántropos como Bill Gates y el citado Slim, todo según derecho privado y con el estado argentino como mirón. ¿Qué puede salir mal?

Por ejemplo, estar hoy en el puesto mundial número 13 por muertos de Covid-19. No es compatible con una población de sólo 45 millones, y se da de palos con la tradición de ser uno de los 3 países de la región con sistemas fuertes de salud pública. Los otros dos son Cuba y Uruguay.

En el número que cuenta, el de muertos por millón de habitantes, Argentina está en 2511,04 contra 1944,95 de Chile, 1735,36 de Uruguay, 1577,29 de Bolivia, y 2761,56 de Brasil (si las cifras de Brasil pueden tomarse a valor nominal), aunque debajo del desastre peruano, con 5966,41 muertos. Estamos algo peor que Colombia, con 2456,29, país que ya cursa 61 años de guerra civil y jamás incurrió en la salud pública. Las cifras son de Our World in Data, 20 de septiembre. No habrán cambiado mucho esta semana.

Algo habremos hecho mejor que Brasil y Perú, pero peor que Uruguay o Chile.

AgendAR da por buenas estas cifras, pero no las brasileñas. Aquí –mérito indiscutible del MinSal- jamás colapsó el sistema de salud salvo en Jujuy. En Brasil, en cambio, hubo ciudades como Manaos que se quedaron sin oxígeno medicinal y la gente se ahogaba en los pasillos de los hospitales, o ante sus puertas. Damos plena razón a los epidemiólogos de la Universidad Federal de Pelotas, en Rio Grande do Sul: ya en mayo de 2020 decían que en su país había 7 veces más infectados que los declarados por el gobierno nacional.

Para el caso, el horror intraducible de la India, donde no sólo colapsaron los hospitales sino también los crematorios, es reportado angelicalmente en apenas 319,64 muertos/millón por el gobierno nacionalista religioso de Narendra Modi. Tal vez el líder hinduista esté descontando de los muertos a los que ya reencarnaron.

Vacuna antiaftosa de Biogénesis Bagó, 200 millones de dosis/año producidas en Garín, provincia de Buenos Aires, y 130 más para otras enfermedades. En general, no les falta frasquito.

Pero aunque nuestros muertos criollos parecen más definitivos, deberíamos tener menos que la media regional. Y eso por algunas consecuencias impensadas e indirectas del desarrollo de un sistema educativo público de calidad, como tuvimos, y del cual salió una industria farmacológica sustitutiva muy atípica.

Porque aguantó lo que no soportaron nuestras otras industrias sustitutivas básicas: la electrónica, la electromecánica, la aeronáutica, la naval, la del acero, la de armamento, la de locomotoras y vagones, la de máquinas herramienta. La farmacológica aquí factura arriba de U$ 6000 millones de dólares, abarca el 5% del PBI industrial, el casi 9% del mercado regional y conserva la posición 43 entre las de su mismo palo en el planeta.

Detrás de la protección de los Ministerios de Salud, el de la Nación y de algunos provinciales, así como de las obras sociales sindicales, la industria farmacológica argenta acomodó el “jab” antiindustrial setentista sin desmayarse, seguido por el “cross a la mandíbula” noventista, esa combinación de box que dejó en la lona a tantos otros sectores otrora fortísimos. Y no cayó. Pero empeoró.

La diversidad de coberturas amplía el mercado interno farmacológico mucho más allá de las prepagas, y logró evitar que las multinacionales barrieran con las empresas locales. En este país hay 210 laboratorios con 190 plantas manufactureras, pero de ellas 160 son de capital argentino y 30, “multis”. Y a sumar: 40 laboratorios públicos de medicamentos.

De los 15 laboratorios que más facturan aquí, 12 son argentinos, y las 160 empresas locales mueven el 69% del mercado interno. Eso es la consecuencia de un ecosistema que compra nacional no porque lo mande una ley, sino porque le conviene a los 4 grandes actores del sistema de salud, de los cuales 3 son el estado federal en forma directa u obrando a traavés de sus muchos avatares.

Alrededor del 36% de nuestros compatriotas tienen una obra social nacional o provincial, el 13% son jubilados o discapacitados a cargo del PAMI, un 13% se atiende con “prepagas”, o seguros de salud privados, y un 36% tiene la cobertura universal exigida por la Constitución Nacional a nuestros hospitales públicos.

El estado, en sus diversos niveles, es el garante final del sistema. Funciona muy al límite de sus instalaciones y recursos humanos, visible en las colas de aspirantes a paciente a deshoras de madrugada para sacar un número y agendar una consulta, pero la salud pública da garantías de atención que la salud privada no otorga. En América Latina seguimos siendo más la excepción que la regla.

En este raro ecosistema sanitario vive una farmacología que emplea a 43.000 personas en forma directa y a más de 120.000 de forma indirecta, mayormente técnicos y universitarios. Ese sector gasta el 20% de la inversión nacional en investigación y desarrollo. Sin embargo, habida cuenta de que ésta no llega ni a palos al 1% del PBI (hoy está en el 0,28%), la industria resultante ya no es autónoma en generación de patentes y desarrollo de fármacos.

De hecho, ésta es su principal renguera: la farmacología argentina importa unos U$ 800 M en principios activos, lo que contrapesa sus exportaciones, que a veces llegaron a U$ 1500 M/año. Las cosas que importamos no son tanto las farmoquímicas, sino las biológicas, refinadas y caras: enzimas, hormonas, anticonceptivos, insulinas, hemoderivados y vacunas.

Muchas vacunas esenciales hasta los ’70 las fabricaba el estado a través del Instituto Malbrán (hoy ANLIS), o los laboratorios universitarios provinciales como el Biológico de La Plata y el Laboratorio de Hemoderivados de la Universidad Nacional de Córdoba. Y se fueron dejando de fabricar durante el Proceso y luego en los gobiernos de Carlos Menem y Fernando de la Rúa.

Son pocas las empresas privadas argentinas que incursionaron en biológicos por ingeniería genética de cultivos celulares, o de animales recombinantes. La más famosa fue Biosidus, cuya asombrosa trayectoria entre 1983 y 2018 empezó por enzimas, siguió por hormonas y citoquinas, y llegó a la clonación de vacas transgénicas para producir hGH (hormona del crecimiento humano) en su leche.

Pese a algunos logros así de espectaculares, más que ser toro en ruedo propio, Biosidus prefirió el ancho mundo: se volvió un proveedor de genéricos de las primeras marcas del Norte de Europa y EEUU. En ello, siguió un destino parecido a las firmas gigantescas como el Serum Institute de la India, Aché de Brasil o SK de Corea. Pero le fue demasiado bien: en 2018, Biosidus fue comprada por dos fondos de inversión estadounidenses (ver aquí). Desde el punto de vista del país, fue el fin de una aventura.

Hasta que cambió de rumbo con la pandemia, parecía que mAbxience haría un derrotero parecido: exportación de anticuerpos monoclonales genéricos para las Big Pharma. Sin embargo, al toque de inaugurada empezó la pandemia y fue reclutada por AstraZeneca para producir vacunas por vector viral recombinante.

Hoy, junto con Biogénesis Bagó y Sinergium Biotech, que importa principios activos de vacunas y les da “filtering-filling”, forman un polo biotecnológico muy de avanzada, cuyo dueño es mayormente Hugo Sigman (comparte el 50% de la propiedad de Biogénesis, y el resto de las firmas es de él).

Sinergium le da terminación a 6 vacunas para humanos a razón de 30 millones de dosis anuales. La antineumocóccica la vende con marca propia, pero también como genérica para Pfizer, que la rotula como propia.

Muchas primeras marcas mundiales, entre ellas Glaxosmithkline y Novartis, pagarían costos de producción muy altos si no tercerizaran parte de su producción en países como la India, Corea, Rusia, Brasil o Argentina. Es algo poco sabido, aunque la pandemia lo reveló de un modo dramático.

Cuando AstraZeneca nos falluteó con nuestra propia vacuna (la de ellos, según la ley), estaba haciendo desastres similares pero peores en otras partes del mundo. Con Bélgica incendiada de casos, la producción entera de la planta de genéricos de Seneffe, cercana a Bruselas, se iba a Inglaterra. La UE le hizo juicio a la firma anglosueca por 90 millones de dosis no entregadas sobre 120 comprometidas. Italia empezó a decomisar dosis dirigidas a Australia.

En la India, AstraZeneca tenía contratado al Serum Institute, el mayor fabricante genérico de vacunas del planeta, para producir y exportar la fórmula anglosueca a mercados de alto poder adquisitivo bajo la marca Covishield.

Nadie lleva la cuenta de cuánta gente murió en la India porque TODA la Covishield se exportaba y todavía no había vacunas nativas licenciadas. No sólo colapsaron hospitales y clínicas, sino también los crematorios, el oxígeno medicinal desapareció, y el SARS CoV2 tuvo el ecosistema perfecto para generar una cepa nueva, más contagiosa y letal que la Wuhan, la Kent, la Sudafricana, la Manaos y la Andes: es la delta. Preferimos no llamarla “la India” para no manchar a una nación por la hijeputez de sus clases dirigentes.

Estamos tratando de dar un pantallazo del talento biotecnológico ya inherente a nuestro país, expresado en recursos humanos y capacidad instalada. Somos una subpotencia biotecnológica que no se asume, y paga su cobardía con muertos.

Es infumable que aquí 2020 terminara sin provisión propia de vacunas contra el Covid-19. La fabricación local de punta a punta de alguna fórmula pudo haber achatado el pico de la 2da ola causada por la cepa Manaos entre abril y junio de 2021, que llegó a picos de más de 760 fallecimientos diarios.

En la página web de Insud, el Dr. Hugo Sigman dice: “Hay otras preguntas que se suelen enunciar. ¿No podríamos utilizar parte del principio activo que produce mAbxience para formularlo, envasarlo y distribuirlo directamente en Argentina? Como señalé, mAbxience no es la propietaria del principio activo, solo lo fabrica, de modo que no puede disponer del mismo como si le perteneciera”.

¿A quién le pertenecía el transatlántico Queen Mary II cuando el gobierno británico lo incautó como transporte de tropas para retomar las Malvinas en 1982? A la Cunard Line, pero eso no le importa a nadie: Su Graciosa Majestad lo tomó, lo llenó de tropas, lo llevó a la guerra, logró traerlo milagrosamente de regreso en un solo pedazo, lo emprolijó, lo repintó y lo devolvió.

Para construir aquella Task Force de 127 barcos, Su Graciosa hizo lo mismo con un total de 62 naves de transporte pertenecientes a firmas particulares. La mayor de todas fue misileada, quemada y hundida por un par de Exocet argentinos: la containera STUFT “Atlantic Conveyor”, también de la Cunard Line.

Quien firmó las 62 requisas –sin preguntarle a la Cunard ni a Magoya- fue la difunta baronesa Maggie Thatcher, entonces Primera Ministra, aún sin rango nobiliario. Maggie no era exactamente una socialista, pero los gobiernos que gobiernan hacen esas cosas ante las emergencias nacionales: incautan activos, a veces bajo alquiler temporal.

Para el caso, cuando los muertos se pudrían en las calles de Delhi por el colapso técnico de los crematorios, hasta el complaciente premier nacionalista Narendra Modi, corrido por izquierda por el Congress Party, radicó la producción de la Covishield en la India. No sale una ampollita más, muchachos, le dijo al Serum Institute. (Y ahí nos perdimos 580.000 dosis que venían para aquí).

Dada la necesidad pública, ¿era lícito que el gobierno argentino requisara un mes (en realidad, menos) de la producción de mAbxience, así como la capacidad de “filtering-filling” de sus casi vecinas de puerta, Biogénesis Bagó, y especialmente la de Sinergium Biotech, para cerrar el verano con 22,4 millones de dosis en Argentina? Según derecho privado, legal no era.

Pero no es ésa la pregunta. Y además, la necesidad pública es parte de nuestra constitución: bastaba un decreto, no era siquiera necesaria una ley.

El gobierno no usó ninguno de esos recursos. La discusión sobre ética hoy es académica: tenía sentido político y sanitario cuando terminaba 2020 con una rampa de 43.245 argentinos muertos y una necesidad desesperada de vacunas, en lugar de los 115.038 fallecidos de hoy.

Pero seguir comiéndose la historia del gringo malo que nos dejó sin filtros ni frasquitos de vidrio; eso en mi país es comer vidrio.

Hay gente a la que le sale bien.

(continuará mañana)

Daniel E. Arias

(La segunda parte de este artículo está aquí)