Un plan que se aplicó en nuestro país, para enfrentar una circunstancia donde se sumaron inflación, recesión y desequilibrio externo, 70 años atrás. Creemos que es útil revisarlo, porque hoy enfrentamos al menos dos de esos factores.
Claudio Belini, doctor en Historia de la Universidad de Buenos Aires, investigador del CONICET y del Instituto Ravignani, hace aquí un análisis detallado, con su correspondiente bibliografía, que publicaremos en 3 entregas consecutivas. Esta es la 2da. Vale la pena el tiempo dedicado a leerlas.
La primera parte de este artículo está aquí.
II – La crisis que llegó pronto
En los años iniciales, la política económica peronista fue conducida por Miguel Miranda, un empresario industrial que ocupó la presidencia del Banco Central y del Consejo Económico Nacional. Es conocido que en 1946 se implantaron importantes reformas institucionales en el área económica que dotaron al Estado argentino de nuevos y poderosos instrumentos: la nacionalización del Banco Central y de los depósitos, la creación del Instituto Argentino de Promoción del Intercambio (IAPI) y la nacionalización de las grandes empresas de servicios públicos en manos de capitales norteamericanos, ingleses y franceses (Novick, 1986; Gerchunoff y Antúnez, 2000; Rougier, 2012; Stettini y Audino, 2012). También se nacionalizaron empresas industriales que habían pertenecido al capital alemán.
La política económica de esos años es bien conocida y consistió en el apoyo crediticio a la industria a tasas de interés reales negativas, una gran expansión del gasto público –especialmente en lo relativo al gasto social– y el estímulo al consumo mediante el incremento de los salarios reales, que en solo tres años crecieron un 60% entre los trabajadores industriales. El gobierno apoyó las reivindicaciones de la clase trabajadora y alentó la sindicalización masiva de los obreros industriales, como, por ejemplo, los textiles y los metalúrgicos, que conformaron sindicatos poderosos (Schiavi, 2013; Luciani, 2014a y 2014b). La política laboral peronista y el nuevo poder de negociación de los sindicatos favorecieron el éxito de las huelgas y permitió cambiar en pocos años el patrón de distribución del ingreso a favor de los asalariados.
El enfoque inicial de la política económica peronista se sustentó en un proceso de redistribución del ingreso desde el sector exportador hacia la economía urbana a través del IAPI. Esta institución fue clave, ya que monopolizaba las exportaciones de carnes y cereales, así como algunos rubros de las importaciones. El IAPI adquiría en el mercado interno a precios más bajos que los que colocaba en el mercado externo. Sourrouille y Ramos (2013) han demostrado que esta operatoria fue, al menos en el caso del trigo, algo diferente. Han señalado que no existía virtualmente un mercado mundial y que la posibilidad de colocar la producción en el mercado externo dependió de la habilidad negociadora argentina en el marco de los convenios bilaterales. Más interesante aún es el hecho de que una gran parte de las exportaciones fueron posibles gracias a operaciones de crédito realizadas por el IAPI con apoyo del Banco Central. Por eso muchas operaciones de venta de productos primarios se realizaron a precios más altos que los norteamericanos. Pero al mismo tiempo, no aseguraron que el país lograra importar manufacturas de países europeos que continuaban teniendo pocas manufacturas o equipos que ofrecer luego de la destrucción causada por la guerra. Más conocido es el efecto negativo ocasionado por la declaración de la inconvertibilidad de la libra, en agosto de 1947, que hizo imposible financiar las compras en Estados Unidos –entonces casi el único proveedor de equipos y maquinarias– con los saldos favorables que Argentina tenía con Gran Bretaña.
En cualquier caso, los problemas económicos reaparecieron muy pronto y tomaron la forma de una crisis de balanza de pagos en el verano de 1949. Para entonces las divisas acumuladas durante la guerra se habían evaporado en las nacionalizaciones de las empresas extranjeras de servicios públicos, el rescate de la deuda, la creación de una importante flota mercante y las importaciones de bienes de capital y de consumo. Sin dudas, el manejo de la economía por parte de Miranda había incurrido en errores y una estimación equivocada del poder de negociación de la Argentina. Un caso diferente fue la adquisición de los ferrocarriles británicos. Sabemos que ni Perón ni Miranda la tenían en mente, y que actuaron en una coyuntura marcada por la presión externa –la necesidad de Gran Bretaña de desprenderse de esas inversiones– e interna, como el apoyo de los grupos nacionalistas y del movimiento obrero (Fodor, 1989).
Lo que estaba por detrás de la crisis de 1949 era el inicio de una etapa marcada por la crisis permanente del sector externo inducida por el estancamiento de las exportaciones argentinas, la caída de los precios internacionales de las materias primas y el aumento de la demanda de divisas generado por el crecimiento industrial. La bonanza externa duró muy poco en la posguerra y abrió paso a un periodo de crisis del balance de pagos que se mantendría hasta la década de 1960.
Una doble crisis económica y política en ese verano condujo al relevo de Miranda por un equipo de economistas conducido por Alfredo Gómez Morales y Roberto Ares, este último vinculado al canciller Juan Atilio Bramuglia. La nueva conducción económica diseñó un conjunto de medidas para resolver o paliar algunos de los problemas ya evidentes. Para algunos autores esto habría marcado un “cambio de rumbo” de la economía peronista (Girbal Blacha, 2003; Rougier, 2012), pero en realidad se estuvo muy lejos de modificaciones sustanciales de las políticas económicas. Se moderó la expansión de los gastos públicos y del crédito –sobre todo al sector estatal–, se anunciaron mejoras para los precios de las cosechas que adquiría el IAPI y se pusieron en marcha créditos para el sector, complementados con los primeros intentos de establecer una industria de maquinaria agrícola. Pero se estuvo lejos de imponer un enfoque ortodoxo. Gómez Morales y Ares rechazaban, por ejemplo, la idea impulsada por el Fondo Monetario Internacional –al que la Argentina no había adherido– de proceder a la unificación de los tipos de cambio y a la liberación del mismo. Para la conducción económica eso “significaría desconocer lo que se ha venido sustentando reiteradamente en el sentido de que una adhesión de esta índole lesionaría la libertad de acción” (Comisión Económica Nacional, 1950: 6). Por eso, en septiembre de 1949, cuando Gran Bretaña devaluó la libra, la Argentina modificó sus tipos de cambio, pero solo para compensar el deterioro de otras monedas. Recién a mediados de 1950 se introdujeron otras modificaciones en el control de cambios y se devaluó una vez más el peso, pero sin que alcance el nivel requerido para ajustar el sector externo mediante una recesión de la economía doméstica.
La ausencia de un enfoque económico sustancialmente diferente, más allá del apoyo crediticio al agro, fue en buena medida el resultado de que el equipo económico aguardó hasta último momento la reversión de algunas de las condiciones externas que habían perjudicado a la Argentina. A mediados de 1950, el inicio de la Guerra de Corea pareció anunciar una reversión de la declinación del precio de las exportaciones, pero muy pronto quedó claro que las potencias industrializadas no dejarían a los países exportadores primarios aprovechar la coyuntura, de forma tal que organizaron un Comité Internacional de Compras de productos primarios, que tuvo el efecto de deprimir los precios. Estas políticas fueron censuradas por las autoridades económicas. Así, Gómez Morales sostuvo en 1951 que “El comienzo evidentemente no ha sido feliz. Nosotros opinamos que la creación de estos organismos, los problemas que abordarán, sus procedimientos, deberían haber surgido de una conferencia en la que participaran todos los países interesados y no solamente los países llamados grandes”. Y agregó: “No debemos olvidar que a una mejor correlación de los precios de los productos exportados con los importados corresponderá una mayor disponibilidad de importaciones esenciales, aspecto que nos resultará vital en nuestro grado de evolución económica actual” (Gómez Morales, 1951: 37 y 43).
Por otro lado, una nueva sequía, que se sumó a los efectos de la producida en 1949-1950, derrumbó la producción a los niveles más bajos del siglo XX. La escasez de divisas resultante y la aceleración de la inflación, alentada por la puja distributiva, hicieron que la inflación trepara al 37% anual en 1951. Para entonces, el deterioro del poder de compra de los salarios amenazaba destruir las posiciones adquiridas por la clase trabajadora en los años iniciales del gobierno peronista. No obstante, en noviembre de ese año, Perón fue reelegido presidente con amplia mayoría de sufragios. En esos días, un informe del equipo económico señaló al presidente “la necesidad imperiosa de adoptar un conjunto sistemático de medidas de emergencia” (Consejo Económico Nacional, 1951: 1).
(Concluye aquí)