«Concejales del PJ de Gualeguaychú, Entre Ríos, buscan avanzar con la restricción en la ciudad en la cual fue intendente Juan José Bahillo, hoy titular de la cartera agrícola a nivel nacional»
Esta noticia apareció ayer en uno de los medios de mayor circulación nacional. Para ayudar a aclarar conceptos a gente preocupada y bien intencionada, reproducimos este artículo reciente de nuestro portal:
Los ataques al trigo Hb4, su autorización por la FDA y una respuesta desde AgendAR
Como informamos hace poco más de un mes, la FDA, el organismo regulador de los EE.UU., evaluó favorablemente a esta variedad de trigo desarrollada en Argentina. Se sumó así a Brasil, Colombia, Australia y Nueva Zelandia, además de nuestra ANMAT, que ya lo habían autorizado.
Por supuesto, esto no detuvo campañas indirectas de desprestigio financiadas por algunos laboratorios extranjeros. No es algo nuevo en la competencia en el «Big Pharma»…
Pero hay otro factor, operando en nuestra sociedad. Hace algunas semanas, el «colectivo de científicos, técnicos y referentes ambientales Trigo Limpio» publicó en La Izquierda Diario un duro comunicado; también lo hizo un filósofo del derecho en Tiempo Argentino.
Estas personas expresan, la mayoría con sinceridad, las prevenciones de una parte de la población, ante los desarrollos de la ciencia, en particular en bioquímica y biotecnología. No hace un año tuvimos ejemplos en el tema de las vacunas contra el covid.
Por eso es importante debatir públicamente estos temas. Aquí Daniel Arias lo hace, con su habitual vehemencia y conocimiento científico.
ooooo
Es probable que antes de un año se esté cultivando trigo argentino Hb4 en EEUU, y que en una inversión copernicana de roles, los «farmers» estadounidenses nos tengan que pagar patentes por la genética.
Ésta la desarrolló la Dra. Raquel Chan, biotecnóloga del laboratorio INDEAR de la Universidad Nacional del Litoral (UNL) y del CONICET. Como todo esto pertenece al estado nacional y a una universidad nacional, uso el «nos». Nos tienen que pagar.
Le tienen que pagar también a Bioceres, creada para bancar el patentamiento y licenciamiento nacional e internacional de este paquete de conocimiento, y luego para su comercialización, es decir para que afuera no nos metan el perro con las regalías. La «bolsa blanca» es una expresión universal de resistencia al pago de patentes, no se inventó en nuestro país.
Bioceres, que dentro de poco deberá tener cortitos a los «farmers» estadounidenses, seguramente sin resto para comprar a los jueces locales en su auxilio (aquí se ha visto mucho de eso), hasta nuevo aviso, es un raro conglomerado de productores medianos del litoral y de dos grupos farmacéuticos dizque argentinos. Ellos también cobran. Toquemos madera, compatriotas: con lo del trigo, la empresa se valorizó a lo bestia en bolsa, en un momento en que el NASDAQ y el Dow Jones andan más bien caídos.
El asunto es que el trigo Hb4 ha despertado la furia de nuestros (ejem) «cientistas». Paso a explicarme.
Algunos de los estudiosos argentinos que firmaron un flamígero pronunciamiento contra el licenciamiento del trigo Hb4 en Argentina, donde se lo inventó, suelen llamarse a sí mismos «cientistas sociales». Ese neologismo evidenciaría algunas dificultades con el inglés, con el castellano, con la traducción y con las ciencias duras. Éstas últimas suelen estar habitadas por científicos a secas, algunos de ellos muy duchos en asuntos agronómicos, de manejo y conservación de suelos y de aguas interiores.
Pero lo que es del campo, como dijo alguna vez Julio Cortázar, los autodenominados «cientistas» saben que es un lugar donde los pollos corren crudos. Tienen montones de teorías sobre el mismo. Pero como dice Mateo, «por sus obras los conoceréis»
O por su inacción, más bien. En 1996 la firma de biociencias yanqui Monsanto recibió el licenciamiento para cultivo masivo de la soja RR resistente a glifosato por parte del Ministerio de Agricultura. Desde entonces, los «cientistas» jamás hicieron un planteo tan duro y unánime contra un cultivo transgénico como el que acaba de soportar el desarrollo de la Dra. Chan.
Los «cientistas» argentos mantuvieron un relativo silencio durante 26 años, mientras se sucedían las autorizaciones de siembra de 63 eventos transgénicos, muchos de ellos con eje en resistencia a herbicidas como el glifosato. Otros podían expresar proteínas de una especie de bacterias del suelo llamada Bacillum thuringiensis, tóxicas para las orugas barrenadoras del tallo del maíz, pero no para peces, batracios, aves o mamíferos.
28 de esos 63 eventos licenciados por el ministerio implican tolerancia a otro desmalezante llamado glufosinato de amonio, más viejo que la injusticia, y por eso libre de patentes. En casi todos los casos los propietarios de los derechos intelectuales de toda esa genética son dos multinacionales: Monsanto (hoy Bayer) y la china Syngenta.
Nuestros «cientistas» jamás salieron con los tapones de punta contra alguna de esas 63 semillas nuevas. Y por buenas razones: las firmas de biociencias muy exitosas suelen tener más abogados que científicos, y más lobbistas que abogados.
¿Da para tenerles miedo? A la luz de la historia del Dr. Andrés Carrasco, biólogo molecular, ex presidente del CONICET, jefe del Laboratorio de Embriología Molecular del Instituto De Robertis de la Universidad de Buenos Aires, la respuesta es un «sí» clarito.
Carrasco no era un «cientísta» sino un científico, y un descubridor de los efectos tóxicos de dosis grandes de glifosato en el desarrollo embrionario. Aquí las multinacionales de biociencias controlan lo suficiente la vida pública criolla como para hacerte la vida muy miserable si les discutís algunas afirmaciones. A Carrasco lo corrieron de todos sus cargos, le llovieron críticas desde el propio Ministerio de Ciencia y ni te cuento de amenazas anónimas. Murió de un bobazo en 2014.
Lo de las GRANDES dosis es el meollo del asunto.
En 1996, cuando yo era periodista científico en Clarín, publiqué alguna diatriba contra el paratión por un caso de actualidad. Es un órganofosforado muy neurotóxico y prohibido. El campo argentino lo seguía usando con gran entusiasmo como insecticida. Inevitablemente, morían peones agrícolas desprotegidos, y de tanto en tanto alguna familia argentina de clase alta cuando el paratión llegaba por alguna suma de errores y a través de la cadena de valor hasta un producto de consumo domiciliario. Era entonces que salía en los diarios. De ahí lo del «caso de actualidad».
Aquel año, el del licenciamiento del glifosato, no era justamente el mejor para denostar de agrotóxicos, y menos en Clarín. La Camara Argentina de Sanidad Agropecuaria y Fertilizantes (CASAFE) me invitó a comer amigablemente en un sitio pipí-cucú, y en el almuerzo algún integrante de buenos quilates científicos me explicó que si yo me tomaba de un saque toda la sal del inocente salero de cristal tallado, seguramente me moría. Estuve de acuerdo. No pensaba hacerlo, de todos modos.
El tipo hizo algunos bosquejos moleculares a birome sobre las servilletas. Me explicó que la molécula activa es la N-fosfonometil glicina, desarrollada originalmente para tratar aguas duras, pero que un tal John Frantz, de la Monsanto, la había redireccionado en los ’70 como desmalezante. El glifosato bloquea la síntesis de tres aminoácidos: la fenilalanina, la tirosina y el triptofano en las células vegetales. Con ello, las plantas perennes no logran construir sus proteínas estructurales ni sus enzimas, y se mueren rapidísimo. Se marchitan como si se hubieran quemado.
La genialidad de Monsanto no consistió en redireccionar el glifosato en los 70, sino en los ’80, tiempos de ese chiche nuevo, la ingeniería genética, en desarrollar una soja recombinante capaz de tolerarlo, y patentarla. Al glifosato lo llamaron Roundup (sinónimo de «razzia policial»), y a su soja, RR por Roundup-Ready, lista para bancarse el glifosato. Un marketinero, ahí.
«Esto cambia la agricultura, Arias -me dijo el probable bioquímico de CASAFE-. Se termina la era de la rastra de discos, de la labranza a lo bruto, de la erosión de suelos. Desde ahora, desmalezamiento con glifosato y siembra directa, sin romper la estructura del suelo. Y de yapa, no puede haber toxicidad por alta dosis para nadie, porque es una molécula orgánica que se descompone rápidamente por acción de la intemperie y de las bacterias del suelo».
Parecía un planteo racional, y seguramente lo fue hasta que las malezas evolucionaron darwinianamente y se volvieron inmunes al glifosato. Era un proceso inevitable. Lo que nunca imaginé -y creo que CASAFE tampoco- es que sería tan rápido.
En 2006 ya había 18 «supermalezas» inventariadas en los campos porteños, donde la soja RR había sustituido masivamente a las sojas anteriores, y la soja en general a la mayor parte de los cultivos industriales, e incluso a la ganadería en tierras de ecotono entre la Pampa Húmeda y la Pampa Seca. Peor aún, la soja no estaba únicamente expulsando ganado, sino bosques nativos que brindan servicios de conservación de fauna, de suelos y de aguas.
Pero ya en 2006 la reina de las supermalezas, la llamada «rama negra» (Coniza bonariensis) era la pesadilla de los sojeros, y los sojeros empezaban a volverse la pesadilla de sus vecinos, porque en guerra declarada contra las malezas estaban duplicando y triplicando los litros de glifosato por hectárea.
Pero no sólo de glifosato: debido a su creciente inefectividad, debían acompañarlo de un cóctel de otros herbicidas, incluídos algunos órganoclorados de gran persistencia, como el clorotalonil y el endosulfán. Pero además tenían que mezclar todo con surfactantes (es decir detergentes), para lograr un líquido capaz de buena pulverización.
La persistencia de la parte químicamente más estable de esos cócteles en la tierra y el agua tiende a la acumulación, y ésta a la toxicidad para animales, incluido el humano. Significativamente, la Organización Mundial de la Salud en 2015 recategorizó el glifosato: no era inocuo, como afirmó en 1998, sino cancerígeno de bajo grado. Era cuestión de cantidad, nomás. Punto para Carrasco.
La sojización del campo argentino llevó a conflictos sociales: hay asociaciones llamadas genéricamente de «vecinos fumigados» en muchos pueblos y ciudades de las llanuras chacopampeanas. Y ya hay más acciones legales y recursos de amparo de los que pueden silenciar o cajonear las grandes semilleras, con sus abogados, lobbistas y jueces.
Retrotrayendo el estado de cosas a aquella mesa de restaurante porteño cheto en 1996, hay muchos argentinos que se están bajando de un saque toda la sal del salero quieran o no. Porque más mata la dosis que la sustancia, como dice la toxicología.
Lejos de las quijotadas de Carrasco, en los 26 años que dura este inmenso cambio de la agricultura y el uso del suelo en Argentina, lo cierto es que nuestros «cientistas» jamás se movilizaron tanto como ante este evento. Que insisto, es el primero en plantear una inversión drástica de las reglas de juego vigentes desde los ’90 para cultivos industriales.
Ahora son países anglosajones como Australia, Nueva Zelanda y EEUU, pero también China, quienes le tendrán que pagar royalties a la Argentina. Y cuando digo Argentina me refiero a instituciones científicas del estado, no sólo a Bioceres. Que sigue nacional, pero toco madera: se valorizó mucho en bolsa.
Si hasta la Argentina terminó por enterarse de que los genes Hb4, que la Dra. Chan sacó del girasol y confirió a otros cultivos, son la patente de biotecnología vegetal más importante de nuestra historia. Punto. Lástima que gracias a una cáfila de funcionarios asustados o comprados esa patente perdió la mitad de sus 20 años de vigencia durmiendo en carpetas del Ministerio de Agricultura.
Los Hb4 son genes hidrorreguladores. Explican la fenomenal resistencia del girasol ante la sequía, pero también actúan cuando el desafío es el encharcamiento prolongado de suelos. Y no se trata únicamente de resistencia pasiva ante los extremos hídricos. Cuando el agua o su ausencia se vuelven un factor de stress, los genes Hb4 hacen que la planta transfectada con esos genes se defienda activamente asegurando su descendencia a todo trance, y para ello multiplica su producción de semillas. En el caso del trigo, hasta un 20% de mayor productividad.
Si sembraste trigo Hb4, rogá por un año seco. Y si vivís en este siglo, lector, tus ruegos serán escuchados: de que haya años secos se encarga el calentamiento global. Y también de que haya inundaciones. Lo que está a la baja son «los años promedio».
Hasta el momento, hay un único cultivo industrial que no mostró mejoras significativas con los genes Hb4: el maíz. Chan explica que es una planta que tiene 5000 años acumulados de mejoras agronómicas por cruzamiento selectivo precolombino, y luego industrial. La planta que los conquistadores y colonos españoles encontraron en «Las Indias», y que llamaron «trigo indiano» (el maíz), ya era difícilmente mejorable, al menos desde el punto de vista de su manejo del agua.
Que Bioceres no se contentara con tener soja, alfalfa y trigo Hb4 y le metiera además un paquete genético de resistencia al glufosinato, eso es parte de la deriva intelectual de todas las semilleras.
El glufosinato tiene dos atractivos: patentes muy vencidas, y el no ser glifosato, en un momento en que esa última molécula le parece mala hasta a la Corte Suprema de los EEUU. Probablemente el glufosinato protagonice una trayectoria parecida a la del glifosato, pero de final más rápido, y no tanto porque sea un desmalezante viejo e incapaz de un momento estelar de efectividad, sino porque agarra vacunados contra ese modelo de uso a casi todos los países agrícolas. La resistencia social será mayor y más rápida.
Por ahora, no hay modelos alternativos mejores para el desmalezamiento. En las tierras difíciles del ecotono bonaerense, donde las lluvias son sumamente irregulares y las sequías son causa común de quiebra, hay ya cantidad de productores jóvenes que se refugian en un combo nuevo de ganadería ultraintensiva (pero ambulatoria) con agricultura, el PRV, o Pastoreo Racional Voisin.
Este sistema rotativo francés ha sido adaptado a pastizales africanos y sudamericanos más secos por Alain Savory, un guardafaunas de Zimbabwe hoy famoso en todo el planeta. Hay mucha gente en muchas universidades tratando de generar nuevas y mejores prácticas de desmalezamiento, pero también una resistencia enorme de las semilleras, que ganaron mucha plata con su modelo de resistencia a herbicidas.
Creo que Bioceres unió la Biblia y el calefón: dejó pegado el mayor logro de la historia de la biotecnología vegetal ante el cambio climático a un modelo de desmalezamiento destinado a fracasar biológica y socialmente EN EL FUTURO. Y lo que pasa es que para llegar al futuro la empresa tiene que sobrevivir al presente. Y es un presente bastante idiota.
En el estrépito de quienes gritan que el glufosinato de amonio es 15 veces más tóxico que el glifosato (sin dar maldita la prueba) y quienes recomiendan usarlo como shampoo para bañar a los bebés, nadie presta atención a algo que la Dra. Chan repite obstinadamente: el comprador de semilla Hb4 no está obligado a desmalezar con glufosinato.
Tiene que estar muy podrido educativamente el país para que uno extrañe los viejos tiempos en que el culto del atraso era patrimonio cultural de la derecha milicoide. Ahora tenemos una izquierda que se bancó a Monsanto y a Syngenta con gruñidos más bien de oficio, pero que salta como el Krakatoa cuando aparece un jugador local con una tecnología que invierte las reglas mundiales de juego. O al menos, trata de hacerlo.
Con la autorización de la FDA en EEUU no alcanza para que el Hb4 se cultive en los EEUU: todavía debe dar el «thumbs up» el USDA, o Department of Agriculture, equivalente de nuestro MAg. Pero eso, con el precio del trigo por las nubes, hoy sale con fritas. Con los 3 desarrollos Hb4 de Bioceres, los productores anglosajones nos tienen que pagar royalties a nosotros, es decir al CONICET, la UNL y además a Bioceres, porque son cotitulares de esas patentes y no sólo en trigo, sino también en soja y alfalfa.
Mucha gente logró atajar años enteros en la CONABIA, en el SENASA y luego en la Dirección de Comercialización del Ministerio de Agricultura los tres licenciamientos Hb4, pero el más resistido fue el del trigo. Entre los muchos opositores recientes al trigo Hb4 está la Mesa de Enlace, tan propensa a cortar rutas con sus camionetas Hilux y Amarok toda vez que algún gobierno amenaza aumentar las retenciones.
Supuestamente, los de la Mesa deberían defender sus propios intereses económicos, pero en este caso parecen más bien alineados contra una firma que le va a pegar una mordida inmensa al mercado de la vieja Monsanto y de Syngenta. El Ministro de Agricultura del gobierno de Mauricio Macri, Luis Etchevehere, el mismo bajo cuyo mandato la langosta volvió a invadir la Argentina, vaticinó que el trigo Hb4 provocaría la pérdida de Brasil como primer comprador de este cereal.
Es que los brasileños, según Andrés Murchison, de la segunda línea de Etchevehere, son muy ecologistas y le tienen pavor a los cultivos transgénicos. Aparentemente no era tan así, porque Brasil es otro de los muchos países trigueros que autorizaron el Hb4 al toque. Pero lo que logró esta gente fue atrasar el licenciamiento argentino de este evento, y así quitarle la mitad de la vida útil a la patente.
Bueno, es esperable de ellos. ¿Pero de los «cientistas» del CONICET, entidad que por primera vez en su historia va a cobrar cantidades interesantes por el desarrollo del Hb4, hay que escuchar las mismas gansadas?
Sabiendo con qué bueyes hay que arar aquí y con un sistema judicial tan penetrado por las multinacionales de biociencias, probablemente se tendrá que gastar mucha plata en mantener bien lejos las áreas de producción Hb4 y las de trigos comunes.
Los trigos comunes son productos biotecnológicos, por supuesto, y su genética está o estuvo igualmente sujeta a propiedad intelectual. Y es que tras miles de años de cultivo, no existe «el trigo natural». Para ser preciso, me refiero a cultivares que no tienen estos genes de girasol que primero se comen a los chicos y luego hacen chocar los planetas. ¿O era el orden inverso?
Probablemente también haya que discriminar espacialmente todo el «downstream» que va de los acopios a los puertos o a los molinos (algo carísimo y técnicamente precario), para que los trigos no se mezclen. Porque algo me dice que si lo hacen, o cuando lo hagan, van a menudear los juicios de «damnificados».
La estrategia de etiquetar y discriminar el Hb4 va a disminuir su oferta y exacerbar su demanda. Y es que sólo en 2018 el campo argentino perdió U$ 7.000 millones por sequía, y hasta hoy esas pérdidas se siguen repitiendo. Es casi el tercer año de un «evento Niña», y sin trigos resistentes a cambio climático queda en riesgo el 20% de la fuente de calorías de carbohidratos del mundo.
Si yo fuera propietario de la ex Monsanto, utilizaría todo mi arsenal de avenegras, lobbistas, periodistas y «cientistas» para arruinarle la vida a Bioceres. Vista la creciente resistencia social al glifosato, el glufosinato tendrá un vuelo más breve: los municipios y sistemas de salud provinciales de la llanura chacopampeana ya están podridos de este modelo de desmalezamiento, y van a ir a la guerra más rápido, y probablemente logren goles en el primer tiempo. Pasa que Bioceres es una empresa chica y local. No puede comprar demasiados jueces ni prensa ni jefes de cátedra.
Pero esa patente Hb4 en estos tiempos de extremos hídricos sencillamente no tiene precio, y todavía durará diez años. No es imposible comprarla con empresa y todo, si se tienen suficientes dólares.
Daniel E. Arias