A 40 años del único accidente nuclear de la Argentina

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El 25 de Septiembre de 1983 murió un argentino en un accidente nuclear, el técnico en reactores atómicos Osvaldo Regulich, un tipo experimentado y conocedor de su oficio.
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Quince años antes del la muerte de Osvaldo Rogulich hubo un accidente radiológico (pero no nuclear) con una fuente de gamma usada como sistema de control de flujos líquidos en la refinería de YPF en Ensenada.
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Un accidente nuclear se produce en una reactor de investigación o en una central de potencia, y por suerte son bastante raros. En cambio, un accidente radiológico lo suele producir la pérdida de control de inventarios de pequeñas unidades blindadas de emisión de rayos gamma, de uso médico o industrial, o incluso de partículas alfa, con fines de calefacción o potencia en sitios remotos, como faros, o algunas unidades militares.
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Los accidentes radiológicos son más comunes porque hay centenares de miles de fuentes en el mundo, y no todas bajo control de ubicación y estado en tiempo real. Por ello, tampoco necesariamente en manos responsables.
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La mayor parte de los accidentes radiológicos suceden porque algún cretino cerró una clínica, y se fue del edificio sin extraer y devolver a las autoridades nucleares de su país la unidad sellada del aparato de terapia radiante. Termina apareciendo en un patio de chatarra, y te enterás porque mata o quema severamente a alguien.
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En la Argentina de los ’70 las empresas usuarias de fuentes de rayos gamma las debían operar bajo doble supervisión de la Gerencia de Radioprotección y el Comité de Licenciamiento de la CNEA, manejar con protocolos de seguridad técnica, inspecciones sorpresa y partes regulares de seguimiento contable, y a la hora del descarte, se debían entregar a la CNEA para su disposición final.
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Pero la unidad que generó esta historia apareció un día de 1968 inexplicablemente tirada en un playón de la planta de YPF en Ensenada. Muy probablemente se le haya caído a algún inspector por gammagrafía de soldaduras de alguna de las muchas cañerías o torres metálicas de esa enorme instalación. Pero nadie levantó la mano para decir «fui yo».
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A un soldador de la refinería la unidad sellada le pareció un objeto curioso y bonito. De hecho, lo es, al menos para quien le gusta el acero perfectamente pulido y terminado. El hombre anduvo con él en ambos bolsillos del pantalón todo el día. Incurrió en una dosis de entre 0,5 y 17 Gray. Le tuvieron que amputar ambas piernas.
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Dos accidentes. En 73 años ésa es toda la foja a lamentar del uso científico, industrial y médico de la energía atómica en Argentina: uno nuclear, fatal pero sin impacto ambiental, el que da origen al artículo de Infobae del 25 de este mes, que recuerda a Osvaldo Rogulich. El otro accidente fue radiológico y discapacitante.
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Curiosamente, éste último pudo ser mucho peor, si la fuente de rayos gamma quedaba sin detectar en la casa del afectado. Otros operarios de la planta recibieron una dosis promedio de 0,4 Gray, sin consecuencias clínicas ulteriores.
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No ha sido el peor en la región. ¿Recuerdan, lectores, el accidente radiológico de Goiania con una fuente abandonada en un patio de chatarra por una clínica médica quebrada? Fue en 1987 y terminó con 5 muertos, 249 contaminados y varias cuadras del barrio que tuvieron que ser demolidas por aspersión del polvillo de cloruro de cesio-137. Eso sucedió cuando la familia del chatarrero abrió la fuente a martillazos. La nena de la familia lo usó como brillantina, en la cara. Algunos ingierieron ese material vagamente luminoso con la comida, suponiendo que era un condimento.
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Cuando los trataron, eran enfermos que irradiaban gamma, porque habían incorporado cesio-137 en sus tejidos y órganos vitales. Literalmente, se estaban cocinando a fuego lento desde adentro y emitiendo en bajas dosis. Fueron agonías largas y laboriosas. Caso muy distinto del de Rogulich, que se irradió el 23 después de las 17:00, y el 25, antes de esa hora, ya había muerto.
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El personal del hospital donde se lo atendió a Osvaldo mostró mucha ignorancia al aislarlo como a un objeto peligroso para su familia, que no pudo despedirse de él: los irradiados no irradian. Se supone que los médicos saben eso. Tuvieron Biofísica como materia de la carrera. O deberían haberla tenido. El que escribió el libreto de la miniserie «Chernobyl», de HBO, tampoco está disculpado de ser un imbécil, al menos en asuntos tan absolutamente básicos de la biología de la radiación.
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Si vas a producir una serie sobre un tema complejo que después van a ver millones de personas, tratá de enterarte un poco de la ciencia. Y de la historia real, porque en el Sredmash 6, el hospital especializado de Moscú que atendió a los irradiados de Chernobyl, sólo se aislaba de su familia a los enfermos porque estaban inmunosuprimidos por la radiación, y podía matarlos cualquier resfrío. Dicho de nuevo: los irradiados no irradian. La idea era proteger al paciente de sus visitantes, no la inversa.
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Los 20 Gray de rayos gamma y los 1700 Gray de neutrones que atravesaron a Osvaldo Rogulich como la luz al vidrio y a casi la misma velocidad de la luz no se quedaron en su cuerpo, simplemente destruyeron en el camino parte del ADN de algunos de sus tejidos y órganos vitales. A las células, eso le hace lo mismo que borrarle el sistema operativo a una computadora.
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Pero después de ello, Rogulich, aunque condenado, no emitía más radiación que Ud. o yo, que somos débilmente radioactivos, como todo habitante de la corteza terrestre, porque ésta también es débilmente radioactiva.
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El accidente nuclear que mató a ese fogueado técnico de la CNEA tuvo dos causas de fondo: la primera fue de procedimiento. Osvaldo no debía de ningún modo estar solo cuando reconfiguró el núcleo del RA-2, sino con su supervisor. Estaba prohibido por manual de procedimiento.
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Pero la costumbre se había naturalizado entre la gente ya muy canchera, que jamás metía la pata. A Rogulich le bastó con la primera, como le sucede a veces a los grandes nadadores con el mar, en la costa bonaerense. Pero los reactores no son el mar; tienen manual y está para seguirlo a rajatabla. Y no se lo puede señalar con el dedo a Rogulich sino a su ambiente de trabajo, y la cadena de mando en radioprotección.
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Era viernes a última hora, el Centro Atómico Constituyentes ya estaba medio vacío, y Rogulich quería -de puro cumplidor que era, nomás- tomarse el bondi de regreso a su Avellaneda natal, es decir cruzar toda la Capital a la hora pico, pero sólo cuando el reactor quedara con el núcleo reconfigurado para un experimento de irradiación por pulsos.
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Rogulich quería que los físicos y radioquímicos pudieran empezar a trabajar con él el lunes siguiente a la mañana, al toque de llegar. Apuró las cosas, porque la pileta del RA-2 habría tardado horas en vaciarse totalmente. Y la falla de la institución fue grave: el técnico no debería haber sido autorizado a hacer maniobras de núcleo estando solo en la grúa puente desde la que se hacen maniobras en el núcleo, y sin supervisión visual y presencial directa de un superior. Y no había sido  autorizado por nadie, pero tampoco nadie le prohibió entrar solo a hacer su trabajo al recinto de la pileta del reactor. Las normas en el RA-2 se habían relajado.
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El otro causal de la muerte de Rogulich es de diseño: pese a su muy baja potencia (una décima de vatio, en términos térmicos) el reactor RA-2 debería haber tenido un sistema de seguridad que impidiera reconfigurar el núcleo si antes no se vaciaba el reactor enteramente de agua.
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El agua «termaliza» la emisión de neutrones por fisión de uranio 235. Eso significa que les baja la velocidad con que estos escapan del núcleo fisionado, de casi lumínica a casi supersónica. Suena contraintuitivo, pero los neutrones lentos son centenares de veces más factibles de fisionar otros átomos de uranio-235 que los rápidos.
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Si Ud. cambiara mágicamente el agua pesada (u óxido de deuterio) por agua común en nuestras tres centrales nucleares, éstas se apagarían instantáneamente por falta de neutrones térmicos: el agua común los desacelera de un modo bastante brutal y en cortísimo espacio. Nuestras centrales queman uranio natural, con apenas un 0,71% de uranio 235. Un combustible tan insulso necesita un moderador más permisivo y que deje hacer a los neutrones un recorrido más largo, como el agua pesada, aunque ésta cueste U$ 1 millón la tonelada.
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El asunto es que el núcleo del RA-2 estaba hecho, según la costumbre hasta fines de los ’80, de uranio enriquecido al 90%, es decir con 127 veces más uranio-235 que el natural, que es casi todo uranio-238, nada fisionable.
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Por eso ese núcleo era tan compacto, de más o menos 30 x 35 x 65 centímetros, no mucho mayor que una caja de zapatos XXXXL. Pero con que ese núcleo tuviera nomás un poco de agua, aún sin quedar cubierto, y ningún elemento que absorbiera neutrones, como el cadmio, entraba en criticidad, es decir en reacción en cadena.
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Ojo, debe hacer reacción en cadena para funcionar. Un reactor es una fuente de neutrones para hacer experimentos o genera radioisótopos. Para eso sirve un reactor de investigación. Pero ésta era una maniobra a efectuar con el núcleo apagado, totalmente en seco, y manejando la extracción y recolocamiento de las placas de combustible en un orden pautado, preciso y con las 4 barras de absorción de neutrones insertadas a fondo dentro de «la caja de zapatos».
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De este modo el uranio enriquecido hace las fisiones espontáneas lógicas del uranio-235, pero no en cadena, cuando una fisión provoca tres, y éstas provocan nueve, y en milésimas de segundos nomás son millones y está todo el núcleo en reacción nuclear, y emitiendo gamma y neutrones.
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Las barras de control deben quedar instaladas hasta finalizar la reconfiguración, y no retirarse sin volver a llenar la pileta abierta hasta el nivel de diseño. ¿Por qué? Porque el agua de un aparato tan simple como el RA-2 cumple tres funciones. La primera es que termaliza los neutrones, lo que hace que el núcleo todo entre en reacción nuclear.
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La segunda es que lo refrigera, para que no se sobrecaliente y derrita, ya que está hecho de polvo de uranio-235 casi puro pero disuelto en aleación de aluminio, que se ablanda por encima de los 660 grados Celsius, y luego pasa a estado líquido.
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Pero la tercera era la más importante para Osvaldo Rogulich: el agua común, o liviana, es un termalizador fortísimo, termina deteniendo y absorbiendo todos los neutrones emitidos. Y tan grande es su eficacia como «stopper», que alcanza con unos metros de agua en la pileta para que en la superficie no se puedan medir rayos gamma viniendo desde abajo. De hecho, un cortejante del peligro, no sin matar antes al personal de operaciones y de seguridad, podría nadar en la superficie de los reactores de pileta abierta más poderosos en el mundo. Pero si se pone a bucear, se muere.
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Rogulich no drenó totalmente el reactor porque estaba apurado. Y en aquella época las cámaras de televisión en instalaciones como ésta casi no existían, y el personal en la sala de control no tenía control visual directo y en tiempo real de lo que hacía o dejaba de hacer el técnico subido a la grúa puente que cruzaba la boca de la pileta, a unos 12 metros verticales sobre el núcleo. Controlaba el reactor a través «de relojes», como se llamaba a los sensores de aquella época poco digital.
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Alcanzó con un poco de agua en el fondo de la pileta para que el núcleo hiciera una «rampa crítica» y emitiera un fogonazo de luz azul de entre 50 y 70 milésimas de segundo, y un poderoso haz de neutrones y de rayos gamma que brotó por la boca de la pileta como un escopetazo invisible y silencioso.
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A Rogulich el haz lo atravesó en vertical desde los pies a la cabeza, y como estaba ligeramente inclinado para ver mejor el núcleo, la absorción de energía ionizante fue mayor en su cabeza y en la parte derecha de su torso. Tenía 14 años de experiencia y era un técnico formado: al ver aquel fogonazo, supo que el suyo era un accidente «de manual», y que ya estaba muerto.
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Eso dicen que dijo, absolutamente pálido, tras salir del recinto blindado de la pileta, cuando los operadores, muy alarmados, le preguntaron qué había pasado.
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A los 25 minutos, ya en la ambulancia que se lo llevó hacia el Policlínico Bancario, con el que la CNEA tenía convenio, estaba con un terrible dolor de cabeza. 46 horas y media más tarde estaba muerto. No hubo nada que se pudiera hacer.
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Si el incidente radiológico en YPF pudo ser peor que el accidente nuclear en el RA-2 es por dos cosas: era físicamente imposible -y en eso Infobae se equivoca, para variar- que el núcleo hiciera explosión nuclear: la masa de uranio 235 nunca alcanzó la densidad supercrítica necesaria, por diseño.
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Por algo estaba desagregado en placas, 19 reactivas y 15 de control, es decir absorbentes. Y al registrar la criticidad en seco, las barras de control, las hundidas a medias y las no empleadas, 4 en total, cayeron todas a fondo, por gravedad, y extinguieron la reacción nuclear en un segundo y monedas.
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Para generar una explosión nuclear se necesita hacer colisionar a velocidad supersónica dos masas subcríticas de uranio 235 en estado casi puro disparando una contra otro dentro del tubo de un cañón, de modo que alcancen brevemente una densidad imposible en condiciones de presión normales en la superficie terrestre. Así estaba hecha Little Boy, la bomba de Hiroshima. Pero usaba una bala y un blanco que sumaban 66 kilos de uranio al 80%, y obviamente ningún sistema de control.
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Lo que sucedió en el RA-2 no fue una explosión de ningún modo, ni pudo serla jamás. No hubo onda de choque ni efectos mecánicos. Lo que sucedió es el tipo de accidente que en la jerga se llama «rampa crítica».
La otra cosa que en el RA-2 limitó las muertes a la de Osvaldo, fue que el haz de rayos gamma y neutrones que lo atravesó en la grúa puente salió muy colimado, es decir agrupado direccionalmente y con poca dispersión lateral, desde el fondo de un túnel bastante profundo de hormigón ultradenso. 17 personas en recintos anexos al piletón del reactor fueron irradiados. Ninguno desarrolló síntomas de enfermedad aguda de radiación en los tres meses críticos posteriores a un accidente nuclear, o a lo largo de los años. Tampoco mostraron eventos posteriores como leucemias o tumores sólidos asociables al accidente. Y su seguimiento médico ha sido constante.
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El barrio que rodea al Centro Atómico Constituyentes nunca estuvo en peligro. Lo de Osvaldo fue un haz en abanico, no una emisión multidireccional, y en un recinto blindado. Lo poco que logró atravesar el edificio de seguridad se dispersó en el espacio, perdiendo potencia radiante según el cuadrado de la distancia del foco emisor. Un detector Geyger puesto en un jet que pasara sobre la vertical del RA-2 alejándose o acercándose a Aeroparque en el segundo preciso en que sucedió esto no se habría enterado del accidente.
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Jamás hubo una transformación del uranio en plasma a millones de grados. Jamás esa bola de plasma se expandió a velocidad supersónica, jamás generó una emisión de fotones y partículas, o una onda de choque de efectos brutales. Y eso porque jamás hubo un artefacto diseñado para demoler e incendiar estructuras a distancia por efectos termomecánicos.
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Los reactores no son bombas aunque usen uranio, del mismo modo que las bombas incendiarias de napalm no son automóviles, aunque ambos artilugios funcionen quemando nafta.
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Dicho esto, hay reactores más seguros que otros, los criterios de seguridad se han ido volviendo más severos, y el RA-2 era de 1965, y no se consideró que necesitara grandes actualizaciones de ingeniería por su muy baja potencia térmica. De hecho, calificaba (dicho en jerga) como «facilidad crítica de potencia cero». El vocabulario nuclear está lleno de inglés traducido a la que te criaste.
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Cuando se irradió Osvaldo Rogulich, el Calte. Carlos Castro Madero ya estaba «de salida» de la presidencia de la CNEA, así como los militares ya se iban retirando de la presidencia del país. El presidente ilegítimo saliente, Reynaldo Bignone, y el gobierno que representaba, tenía una foja de crímenes contra civiles como para no empeorarla divulgando un accidente nuclear. De modo que el país no se enteró de nada, sino años más tarde.
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El vicealmirante Carlos Castro Madero, que estaba al frente de la Comisión Nacional de Energía Atómica cuando se produjo el accidente
El vicealmirante Carlos Castro Madero, que estaba al frente de la Comisión Nacional de Energía Atómica cuando se produjo el accidente
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Pero la reacción del histórico gerente de Radioprotección, el Dr. Dan Beninson, fue tremenda.
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Ignoro si el error de ingeniería del RA-2 podría haber subsanado con nuevos mecanismos de control electrónico que impidiera recambios de un núcleo de muy alto enriquecimiento con agua en la pileta. O varios sistemas redundantes y de distinta base tecnológica.
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Entonces ese rasgo era común en muchos del más de centenar de reactores académicos en universidades y hospitales de todo el mundo. Durante décadas, había alcanzado con aplicar rígidamente el manual de procedimientos para que no hubiera problemas.
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Pero la difusión por canales especializados de aquel accidente alcanzó para que el OIEA pidiera informes, distribuyera nuevas guías y se empezaran a producir decenas de cambios de diseño (y del tipo de combustibles) en los reactores de investigación de muchos países. Hoy casi todos los reactores multipropósito del mundo usan uranio de un enriquecimiento más bajo, 19,7, y los sistemas de control y de mitigación se han multiplicado.
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En el ´84 hubo incluso una auditoría externa de la NRC (la National Regulatory Commission) de los EEUU, que hizo el siguiente informe:
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  • El líquido moderador no fue vaciado completamente del tanque antes de que la configuración del núcleo fuese modificada.
  • Dos elementos combustibles que deberían haber sido retirados completamente, se dejaron dentro del reactor en contacto con el reflector de grafito.
  • La secuencia en que fueron realizados los cambios de posición en los elementos combustibles redujo la subcriticalidad del sistema.
  • Dos elementos combustibles de 15 placas fueron insertados sin las correspondientes placas de control de cadmio. El segundo de esos elementos fue encontrado parcialmente insertado, lo que hace suponer que el accidente se produjo en dicho instante.
  • Todas estas operaciones fueron realizadas sin la presencia de un oficial de seguridad o supervisor de operaciones.
Lo trágico es que si la placa de control hubiera terminado de calzarse finalmente dentro del núcleo, no hubiera habido rampa crítica, ni accidente, y Osvaldo Rogulich aquella tarde de viernes 25 de Septiembre de 1983 hubiera llegado a su casa en Avellaneda, seguramente cansado, como tantos viernes. Eso estuvo a un segundo de suceder.
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Dan Beninson, el prestigioso científico argentino que hizo el informe sobre el accidente nuclear
Dan Beninson, el prestigioso científico argentino que hizo el informe sobre el accidente nuclear
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Beninson, ya en tiempos de Raúl Alfonsín como presidente del país y con las investigaciones propias y las del Organismo Internacional de Energía Atómica ya cerradas, directamente prefirió decomisionar el RA.2: desmontó bajo control radiológico sus estructuras metálicas y e hizo demoler sus blindajes y contenciones de hormigón ultradenso. Finalmente, le dio gestión definitiva a todos los elementos radioactivados.
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Si lo conocí algo a Beninson (muy poca gente lo conoció a fondo a aquel hombre enigmático, enciclopédico, y terriblemente perfeccionista), eso debe haber sido su «mea culpa». El RA-2 estrictamente se había vuelto un poco innecesario en 1967, porque se lo había construido como modelo «de potencia cero» para testear el núcleo del RA-3 de Ezeiza, que desde el 20 de Diciembre de aquel año se volvió la fábrica de radiofármacos de medicina nuclear de todo el Cono Sur, y ha salvado probablemente decenas de miles de vidas.
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Pero un reactor hecho para construir otro reactor como el RA-3, que de arranque nomás era 30.000 veces más potente y nos puso de exportadores nucleares, agotada su primera utilidad de todos modos podía ser absolutamente útil como aparato docente. Si tu intención es formar operadores, ingenieros, físicos y químicos nucleares, se aprende más en una semana de experimentos controlados que en un año de clases, de pizarrones y de libros.
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Sin embargo, quizás Dan Beninson tuvo razón en liquidar el reactor y su edificio. No creo que nos enteremos jamás: murió en 2003. Ignoro los niveles de activación persistente que puede haber causado ese brevísimo fogonazo en los materiales con que se construyó la instalación, en la que no se economizó hormigón del denso. A mucha gente del palo atómico aquella decisión de Beninson le cayó absolutamente atravesada. Y la presidencia de la CNEA en aquel momento estaba ocupada por el ing. Alberto Costantini, famoso por su rol en el intento de cierre de miles de kilómetros de tendido ferroviario en tiempos de Frondizi, a quien lo nuclear lo tenía sin cuidado.
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La Argentina tiene 4 reactores activos y uno en construcción. Exportó 6 a Perú, Argelia, Egipto, Australia y Arabia Saudita y está construyendo otro en Holanda. Son máquinas que producen básicamente neutrones para fines insólitamente diferentes entre sí, y la lista de aplicaciones no está cerrada. Son verdaderos cortaplumas suizos.
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Por la seguridad y multiplicidad de usos de lo que ofrece, la Argentina gana casi todas las licitaciones y es considerada el mejor vendedor mundial de este tipo de sistemas, y siempre por calidad y seguridad, jamás por precio. Por ello, también es el país de la región con el mayor desarrollo de medicina nuclear.
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Dicho de nuevo: 2 accidentes, uno nuclear y fatal, y otro radiológico que pudo haber sido peor en 73 años de energía nuclear en Argentina. Las manchas en el historial de seguridad atómico criollo son esas dos.
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Para ponerlo en contexto: cada año mueren 4000 argentinos en accidentes de tránsito, y la mala calidad de aire de la Reina del Plata mata a 15.000 porteños. En el conurbano directamente no se cuentan.
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No es un consuelo. Pero no veo a la multinacional del ecologismo antinuclear oponiéndose al transporte automotor.
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Daniel E. Arias
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El informe que se hizo en los Estados Unidos sobre el accidente nuclear en Argentina
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(Fotos de la nota de Hugo Martín en Infobae)