Coronavirus: la mortalidad está en descenso. Pero el peligro en Argentina está muy vigente
Frente a la avalancha de datos, consejos y delirios que circulan día a día y hora a hora sobre esta pandemia, Daniel Arias trabajó, con su habitual seriedad, a partir de los datos más recientes del registro global más actualizado (el que lleva el Johns Hopkins Hospital de los EEUU), los consejos del epidemiólogo Anthony Fauci, que dirige el instituto de infecciosas del National Health Institute de los EEUU, y cifras citadas por el semanario científico británico New Scientist.
Una parte de sus conclusiones la anticipamos ayer, la más positiva: la letalidad de la epidemia está disminuyendo rápidamente. Pero también surgen otras, una de ellas negativa: en Argentina, con casi certeza estadística, tendremos bastantes más casos, y entre ellos, víctimas fatales; y una «posibilista», que ya habíamos adelantado en AgendAR: el objetivo posible de los esfuerzos de nuestro gobierno, o de cualquier otro, no puede ser detener el contagio -imposible- sino aminorar su ritmo, de forma tal que el número de enfermos no supere en un momento dado, la capacidad de atención de nuestro sistema hospitalario. En particular, el número de respiradores en las terapias intensivas.
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A medida que van apareciendo cifras más reales en China, Corea, Japón e Italia, la mortalidad estimativa del COVID-19 va en descenso. El porcentaje de víctimas fatales disminuye, porque en el registro empiezan a entrar los casos graves recuperados, los casos leves que no requirieron internación, y eventualmente los de los portadores sanos.
Según el registro global del Johns Hopkins Hospital, la estadística de hoy está en 121.000 casos confirmados, con 4300 muertes, y la novedad de 66.000 curaciones también confirmadas. Este último número parece crecer rápidamente.
En materia de mortalidad, a principios de esta semana todavía circulaba el porcentaje 3,4%, lo que de mantenerse nos daría un resultado global más sombrío aún que el de la mal llamada «gripe española» de 1917-1921, que era del 2,5%. Ayer el semanario científico británico New Scientist ya habla de un 0,7% para el COVID-19. Esta cifra todavía merece ser tomada con pinzas porque quizás (y ojalá) siga bajando, dado que 0,7% es un número demasiado alto para un virus respiratorio de una especie nueva para los humanos, una zoonosis que pasó a nuestra especie desde los murciélagos.
Probablemente este número 0,7% sigue mezclado con cifras de mortalidad de la principal complicación bacteriana del COVID-19. Ésta es la neumonía a neumococos, normalmente atacable con antibióticos y manejable con ventilación asistida en caso de insuficiencia respiratoria, mientras éste cuadro persista.
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Las curvas de mortalidad según edad del COVID-19 son muy diferentes de las gripes pandémicas anuales, que tienen forma de letra «U»: alta en chicos y viejos, muy baja en jóvenes y gente madura libre de otras patologías de base cardiovascular, pulmonar o metabólica. El COVID-19 tiene claramente otra curva de mortalidad: la de las neumonías a neumococos, peligrosas desde los 65 años y más aún para quienes tienen enfermedades preexistentes. Falta el primer palito ascendente de la «U».
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Todo esto no hace del COVID-19 un virus de la neumonía. Es bastante parecido genéticamente a otras especies nada novedosas de la familia Coronaviridae, todas ellas de alta circulación, y causa normal de casi todo resfrío.
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La diferencia con esas especies más inocuas es que el COVID-19 parece una vía nueva y rápida hacia la neumonía, y eso ante una población humana mundial inmunológicamente virgen respecto de esta presunta novedad viral. Y a diferencia de otros «corona» raros, de muy alta letalidad pero bajísima circulación (el SARS y el MERS), que se frenaron a escala local a cuarentena pura y dura, la infección del COVID-19 tiene la velocidad y vías de contagio relampagueantes propias de cualquier resfrío.
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Lo cual hace que los gobiernos deban adoptar dos conductas: por un lado, retrasar con cuarentenas la propagación rápida. Esto se hace para que el número de neumonías resultantes no supere en ningún la capacidad local de manejo, medible en número de camas de terapia intensiva, de personal experto y de medios de respiración asistida.
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La otra medida es reforzar las capacidades existentes en personal, medicación y medios de terapia intensiva. La idea es evitar que el sistema de salud colapse ante una sobrecarga de neumonías graves.
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En este sentido, las autoridades sanitarias argentinas parecen estar haciendo todo aceptablemente bien. Corren una carrera contra la llegada de la fase fría del año, que facilita los contagios por hacinamiento. Pero además heredan sistemas hospitalarios públicos que han sido vaciados, como el de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y el de varios partidos del Área Metropolitana.
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Algo que hace que el COVID-19 sea especialmente letal en Italia, sin ir más lejos, es que la cantidad de camas en terapias intensivas cada 100.000 habitantes se haya reducido de más de 520 a 320 en un par de décadas, consecuencia de sucesivos ajustes presupuestarios en salud pública. La escalada de casos colapsó el sistema de salud, y hoy los médicos italianos de hospital, sin importar su especialidad, sólo logran atender casos de coronavirus. No sólo dejan de lado otras patologías, sino que a la hora de repartir los pocos respiradores con que cuentan, eligen a los enfermos con más posibilidades de «zafar». Uno puede ser descartado por ser dos o tres años mayor que el de la cama de al lado.
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Peor para el caso está EEUU, con 280 camas cada 100.000 habitantes. Sin comentarios.
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Corea, tan pegada a China, logró aplanar la rampa de contagios sembrando las calles de las ciudades kioskitos de detección del virus «al paso», dotados de personal entrenado entre gallos y medianoche, y con kits RT-PCR, que identifican al COVID-19 en tiempo real. Esto permitió que las autoridades identificaran rápidamente a un gran número de portadores sanos, o todavía sanos, y los mandaran a hacer cuarentena en sus casas. Y esto a su vez aplanó la rampa de contagios y viene salvando del colapso el sistema nacional de salud. Singapur y Hong Kong, con sus territorios superpoblados y minúsculos, hicieron lo mismo que los coreanos, e incluso con mayor éxito.
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Con esto queda dicho que la mortalidad esperable del COVID-19 todavía no está escrita en una cifra definitiva. Por lógica, será más alta en los países que desmantelaron sus sistemas de salud pública y peor aún en aquellos que nunca trataron seriamente de tener uno. Pero blanco sobre negro, y ésta es la buena noticia, parece que la mortalidad global va visiblemente a la baja.
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Disminuye no porque el virus haya mutado a cepas más benignas, sino porque entran en la contabilidad los que hicieron neumonía y se curaron, y sobre todo, porque empiezan también a contarse los que simplemente cursaron un cuadro respiratorio sin neumonía, y hoy se enteran, con asombro, de que el virus causante fue el COVID-19. También falta que el test genético, con kits RT-PCR muestre el conjunto referencial, probablemente muy amplio: el de los portadores asintomáticos.
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Si resultás ser de ese club, en Corea. Hong Kong o Singapur te mandan a encerrarte en tu casa hasta cumplir la cuarentena, y no salís salvo si es para internarte, o vas preso. Suena draconiano, pero es mucho mejor que lo que sucede en Italia, donde -como en toda catástrofe masiva- reina el criterio del TRIAGE: si ingresaste al hospital con neumonía y 70 años, lo más probable es que el único respirador disponible vaya a un jovencito de 50 con más chances, y vos te ahogues. La detección callejera proactiva no sólo puede evitar el derrumbe del sistema sanitario, sino tal vez nos termine dando las estadísticas reales del COVID-19. Los tres vecinos de China citados (Corea, Hong Kong, Singapur) son modelos a imitar.
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Con un 0,7% de mortalidad como cifra válida hoy, 13 de marzo de 2020, no parece que se vaya a repetir un desastre como el de la «gripe española» de 1917, cuya mortalidad, analizada un siglo después, fue del 2,5%. Aquella gripe liquidó a un estimado -nadie las contó bien- de 50 millones de personas en un mundo de apenas 1900 millones de habitantes. Cuando irrumpió en EEUU en 1918 bajó bruscamente la expectativa de vida general en 12 años, hasta desaparecer en 1920 tan misteriosamente como había aparecido.
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Como referencia, las gripes estacionales de tipo A, que son TODAS pandémicas, oscilan alrededor del 0,1%. Aún así, en nuestro mundo de 7700 millones de habitantes, matan rutinariamente entre 291.000 y 646.000 personas por año sin salir por ello en los diarios, o aturdir 24×7 por la televisión ni causar pánico. La gripe porcina de 2009, la segunda de la historia causada por un virus H1N1 casi idéntico al de 1917, no logró repetir la performance fúnebre de aquel antecesor.
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En su vuelta pandémica al planeta, el H1N1 de 2009, en lugar del tendal esperable, mató un tope estimativo de «sólo» 203.000 personas, aunque los epidemiólogos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), en sus estudios «a posteriori», siguen descubriendo víctimas ocultas en Sudamérica, Asia y África, en general gente con enfermedades preexistentes que cursó aquella gripe porcina con neumonía y todo, y se curó, pero al año o dos sucumbió porque sus otras patologías empeoraron. Eso elevaría la cuenta a 400.000, una cifra terrible, pero apenas dentro del rango superior de otras gripes estacionales previas y posteriores, y sin embargo más libres de mala fama, malos antecedentes y mala prensa. Las cosas, en su medida.
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De todos modos para el COVID-19, siete veces más mortalidad que una gripe común no es chiste: daría un techo de 4,5 millones de muertes en todo el mundo, si no se rompe el patrón de contagio con medidas agresivas como las de Corea. No es forzoso que esta cifra baje, pero tampoco es imposible. La curva hoy empieza a apuntar resueltamente hacia abajo.
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Pero la última palabra sobre mortalidad no es global sino local, y a veces MUY local: la tiene el estado de salud de la salud pública de cada país, de cada provincia e incluso de cada municipalidad. Es casi más inherente a la política sanitaria que al virus en sí.
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El COVID-19 es un virus a ARN que no tiene nada en común con los gripales. Dicho esto, lo último que un mayor de 65 años quiere es contagiarse AMBOS virus a la vez, el de este nuevo «super-resfrío» y el gripal que, tras aparecer hace 9 meses por el Sudeste Asiático, empieza a circular ahora por el Hemisferio Sur.
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Compatriotas veteranos: los dos virus juntos son demasiado para un sistema inmune que ya no es el feroz patovica que custodiaba nuestros cuerpos cuando gastábamos 20 o 30 años de edad.
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De modo que una persona precavida y que peina canas, entre otras precauciones, además de lavarse las manos con mucho esmero, estornudar o toser tapándose la boca con el codo y no con la mano, amén de rajarle en lo posible a los lugares atestados, y de yapa intentar cierta distancia muy poco argentina, casi de suecos, respecto del prójimo (cero besuqueos, nada de abrazos, evitar darse la mano, aún a riesgo de pasar por ortiva)… esa persona ejemplar se vacuna contra la gripe.
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Llegado el caso de un COVID-19, es un problema menos.
Y luego están esa otras vacunas contra las neumonías de casi todo origen. Se dan en 2 dosis espaciadas entre sí hasta un año: la PCV13, que protege contra 13 cepas de bacterias neumocóccicas, y la PPSV23, que resguarda contra otras 23 cepas de estas bacterias.
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«Las vacunas antineumocóccidas son un modo inteligente y bastante efectivo de anticipar este problema: al usar intubación mecánica con intubación traqueal, la neumonía bacteriana más frecuente en las terapias intensivas viene con neumococos intrahospitalarios multi-resistentes a antibióticos», dice el Dr. Pedro Politi, farmacólogo y uno de nuestros oncólogos «top». «Si ya venís con un neumococo más controlable, uno «de la calle» nomás, mejor no te ligues además uno de estos», redondea.
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Cualquiera de las dos dosis de la antineumocóccica, por separado, eso sí, se puede combinar contra la antigripal, y a diferencia de ésta, el efecto dura años. Además, la PCV13 y la PPSV23 dan una protección contra otras causas muy comunes de muerte intrahospitalaria: la bacteremia y la meningitis. Las daban gratis Nación, la CABA y el PAMI, pero hay mucha otra gente que piensa proactivamente, y debe haber poco stock. Ahora que vuelve a existir el concepto de salud pública, estas vacunas «todo terreno» deberían fabricarse aquí en laboratorios públicos. Habría más y serían más baratas.
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La vacuna específicamente anti-COVID-19 no existe todavía y es difícil que se desarrolle antes de 18 meses. Pero existiendo la antigripal y las dos antineumocóccicas, como dicen en el campo… paisano, que no lo agarren sin perro.