“Veníamos haciendo estudios sobre demografía residencial y vivienda cuando llegó el SARS. Y comenzamos a analizar cómo estaban integrados los hogares de los mayores y sus posibilidades efectivas de aislarse ya que en España e Italia se determinó que la convivencia de familias intergeneracionales facilitaba mucho el contagio de los más vulnerables”, contó la socióloga Mariana Marcos, investigadora del Conicet.
Marcos –que también es profesora en la UBA y en la Universidad de Tres de Febrero– recalcó que ese porcentaje representa aproximadamente a 1,8 millones de personas mayores, cuyas viviendas no tienen condiciones adecuadas para disminuir el riesgo de contagio, incluso aunque se cumplan en detalle las pautas de aislamiento recomendadas”.
Para establecer este indicador, la investigadora destacó que ponderaron el hecho de que esas viviendas muchas veces no ofrecen condiciones mínimas. Por ejemplo, no tienen agua corriente, o al hacinamiento se le suma el hecho de que los convivientes deben salir a diario a trabajar. Justamente, cuando hay personas de varias edades bajo el mismo techo, se eleva el índice: “Los datos marcan que al menos el 43% de los mayores de 65 años cohabitan con familiares de otras generaciones. Esto significa que hoy tenemos más 2,2 millones de adultos conviviendo con jóvenes que salen a trabajar o se integran socialmente con otros pares. Todo eso eleva las probabilidades de contagio de la tercera edad”.
En resumen, Argentina tiene un riesgo residencial en el cual el 43% de los mayores comparte su vivienda con otras personas que no son su pareja; solo el 54% habita un hogar donde nadie trabaja; y el 35% convive con alguien que probablemente se vea obligado a salir de la vivienda para trabajar.
Finalmente, el 5% de los adultos padece hacinamiento, no tiene agua corriente en la vivienda o pertenece a un asentamiento. Las cifras locales son muy diferentes a las de países europeos. Sin necesidad de pensar en la cultura nórdica, basta con detenerse en España. Según los datos del estudio del que participó Marcos, en ese país más del 60% de los mayores de 65 años habita en un hogar que lo protege adecuadamente del contagio.
Este tipo de datos demográficos tiene aplicaciones en lo inmediato y también a largo plazo. “Por lo pronto puede servir para mejorar los modelos matemáticos que sugieren cómo impactan las aperturas en las tasas de contagio. Por ejemplo, en países como Argentina, focalizar la política de aislamiento sólo en las persona mayores no protegerá con demasiada efectividad”, comentó Marcos.
Y finalizó: “Estos estudios reafirman que el hábitat es un problema que arrastramos hace décadas. El 20% de las casas, más de dos millones de viviendas, son de mala calidad. Y casi 900 mil hogares no tienen vivienda propia. Si no trabajamos para solucionarlo, en el futuro -ante una situación sanitaria similar- volveremos a pagar una factura elevada en riesgo y en vidas”.
La enseñanza de la epidemia de fiebre amarilla
Adrián Gorelik, investigador del Conicet y la Universidad de Quilmes y experto en historia urbanística, explica que la mayor consecuencia pública que nos legó la epidemia de fiebre amarilla que sufrió Buenos Aires a fines del siglo XIX fue la decisión tomada por las autoridades políticas de la época, que decidieron sostener un ambicioso plan de extensión del sistema de saneamiento de la ciudad.
“Si hoy pensáramos qué debería dejarnos, como experiencia, la actual pandemia de coronavirus, podría ser resolver –en forma definitiva– la informalidad urbana y acabar con el hacinamiento, solucionando el déficit habitacional”, dijo Mariana Marcos, que integra el instituto de investigación Gino Germani en la UBA.
“En definitiva, desde nuestro campo podemos ver que el SARS-CoV-2 puso en mayor relieve nuestros problemas habitacionales preexistentes”. Y destacó que ante este tipo de emergencias sanitarias, hoy –y también en el futuro– “será clave desarrollar una política de vivienda efectiva y también ajustada a las necesidades reales de la población”.