(La primera parte de este artículo está aquí)
Por qué y cómo los médicos rusos son médicos rusos
Rusia abarca 11 zonas horarias: incluso tras la secesión de 14 estados, sigue siendo el país más extenso de la Tierra, aunque sólo tiene 147 millones de habitantes. La Unión Soviética, hasta su implosión en 1989, tuvo un sistema social de salud teóricamente universal según la ley de 1921: cobertura completa de sus ciudadanos desde el nacimiento hasta la muerte.
En la práctica, con hospitales mal mantenidos, mal abastecidos y equipados, la medicina de “las masas grises” era inferior a la de las jerarquías dirigentes civiles y militares: realmente había dos sistemas de salud bien separados, asunto del que no era conveniente hablar ni siquiera a favor. Al ser del estado ambos sistemas, no había necesidad de vendérselos a nadie de fronteras para adentro. O de reconocer que eran dos.
En su conjunto, el aparato de salud soviético siempre fue rico en recursos humanos y pobre en dinero, incluso dentro del sistema de excelencia de los mandones. La fuerza motriz de esta gigantesca obra social nunca fue el patentamiento farmacológico, como sucede en Occidente, sino la innovación y la escala. El estado dejaba que los médicos y académicos ensayaran enfoques nuevos y adoptaba lo que mostrara ser suficientemente bueno, pero además barato y desplegable a escala masiva. Las Fuerzas Armadas soviéticas fueron cuna de algunos de estos desarrollos científicos, tecnológicos y terapéuticos, y a veces también sus principales usuarias. Y aunque al menos dos son excelentes y conocidos, Occidente en general los ha ignorado.
Cámara hiperbárica con pacientes de ACVs y otros eventos circulatorios en recuperación. La medicina hiperbárica no es un invento soviético, pero ningún país lo desarrolló tanto como la URSS.
En los ’70 en la URSS se masificó el uso de cámaras hiperbáricas postquirúrgicas. Eran recintos a veces gigantes construidos de acero en astilleros, con decenas de camas y esclusas estancas para que entrara y saliera personal o pacientes sin alterar la presión interna. Estas terapias intensivas “de fierro” estaban presurizadas generalmente a 2 atmósferas, y dentro de ellas los convalecientes respiraban con mascarillas y durante algunas horas diarias oxígeno puro también a 2 atmósferas.
La reperfusión de oxígeno en ciertos tejidos nobles, como el cerebro, aumenta hasta 6 veces con este método. Que hay que usar con precauciones de manual y caso por caso, porque el oxígeno tiene también su toxicidad.
Aunque la construcción y operación de estos sistemas masivos eran caros, el tiempo de cicatrización de heridas, quemaduras y accidentes circulatorios disminuía a la mitad, y la tasa de complicaciones infecciosas también, tomando como referencia los números promedio en buenos hospitales del Oeste europeo. La URSS con esto economizaba en antibióticos avanzados, que en general casi no fabricaba y debía importar pagando en dólares.
Otro enfoque que se perdió con la caída de la URSS fue el uso terapéutico de la forma de vida más abundante en la Tierra: los virus bacteriófagos, que se alimentan exclusivamente de la segunda forma de vida más abundante: las bacterias.
El aislamiento selectivo y uso de bacteriófagos en infecciones enterales y heridas sucias nació de la medicina colonial inglesa en la India y pasó a Francia, pero gracias al viaje de un descendiente de la nobleza francesa catedrático en Yale, EEUU, Félix d’Herelle, llegó a la URSS en plena guerra civil en 1923, donde fue adoptado como terapia principal del instituto dirigido por el microbiólogo Georgi Eliava, en Tbilisi, Georgia. En 1933 los bacteriófagos cultivados y envasados por este instituto sustituyeron a las sulfamidas, la penicilina y luego a casi todos los antibióticos posteriores a 1945 en todo este país, que, devastado por calamidades económicas y sucesivas guerras, raramente tenía fondos para desarrollar una industria farmacológica de síntesis química.
Como premio por las vidas de centenares de miles de soldados y civiles soviéticos salvados de heridas sucias de guerra, quemaduras y disenterías bacterianas, Georgi Eliava fue fusilado. Por motivos desconocidos, le caía antipático a Laurenti Beria, jefe de la organización llamada posteriormente llamada KGB. Felix d’Herelle se volvió rápido a su cátedra en Yale, pero el instituto de Tbilisi siguió -y sigue- funcionando.
Los bacteriófagos se pueden suministrar en gotas, como parches, como pastillas, incluso como biofilms o aerosoles, y tienen una ventaja sobre los fármacos: son biológicos, sistemas casi vivientes, como cualquier virus. Cuando una bacteria X evoluciona y se vuelve resistente a un bacteriófago, éste evoluciona y su descendencia logra identificar y parasitar su bacteria, de la que es sumamente específico: no hay escape.
Cuando un bacteriófago estrella dejaba de servir, en el Eliava buscaban cepas mutantes espontáneas capaces de vencer la nueva resistencia bacteriana, las aislaban y luego los cultivaban masivamente. A comparar con el desarrollo hasta el licenciamiento de un antibiótico nuevo B cuando las bacterias se han hecho inmunes al A: normalmente, de U$ 1000 a 4000 millones de costo, en parte porque más del 90% de las propuestas iniciales fracasan antes o durante los estudios clínicos de fase. ¿Qué es más rápido y más barato?
Microscopia electrónica 3D de un bacteriógago T4, con su estructura de jeringa, aterrizado sobre una célula bacteriana para inyectarle su genoma.
En la guerra armamentista evolutiva de las bacterias patógenas contra la farmacología hoy vienen ganando por goleada las bacterias: hace 3500 millones de años que desarrollan su experticia en recombinar sus genes, cosa que nosotros aprendimos recién a fines de los años ‘70. Pero los bacteriófagos no pierden la carrera armamentista: viven empatándola y ganándola a cada rato. En realidad, viven para y por ello. De nuevo: son virus, la forma de vida probablemente más antigua y abundante de la Tierra, una fuerza planetaria más simple aún que las bacterias. ¿Por qué no reclutarla a nuestro favor?
Uno podría preguntarse por qué Occidente se priva de estos abordajes absolutamente probados. Una causa es evidente: el oxígeno, incluso presurizado, no es patentable, no paga congresos internacionales con todos los gastos cubiertos, ni financia carreras. Por lo tanto, casi no se enseña en las Facultades de Medicina.
En el caso de los bacteriófagos, la explicación de su empleo casi marginal son las agencias regulatorias occidentales: les encanta licenciar sustancias químicas inertes, pero… ¿formas de vida capaces de evolucionar? ¿Y si un bacteriófago terapéutico, en su incesante recombinación genética, ya que es un virus vivo, se vuelve patógeno y letal? ¿A quién le caen entonces los juicios?
Esa forma de vida llamada burocracia es experta en cuidar su trabajo.
Living la vida heroica
La doctora Lutskova y la paramédica escolar Kolesnikova distribuyen la vacuna Sabin formulada en pastillas en Moscú, 1960.
El heroísmo paga en Rusia. El modo de imponer una novedad en la medicina rusa siempre ha sido tomar riesgos a lo grande. A sus 50 años, la zarina Catalina II obligó a sus cortesanos a “escarificarse” contra la viruela con el líquido de las pústulas de enfermos. El procedimiento tenía una mortalidad del 2%, pero una viruela contraída involuntariamente por las vías de contagio comunes llegaba al 40%. Con la escarificación, un inóculo deliberadamente pequeño, el riesgo de muerte bajaba 20 veces.
Catalina, cuyo esposo Pedro III estuvo a punto de morir y quedó casi ciego y desfigurado por la viruela, hizo traer de Escocia a un experto en escarificación, el Dr. Thomas Dinsdale, se escarificó. Luego se ocultó, enferma, una semana en su palacio de vacaciones Tsarkoye Bielo… y se curó. Esto reforzó la precaria autoridad política de la zarina, odiada por extranjera, y la escarificación se volvió moda en toda la nobleza rusa. Obligada, casi. En 1800, según censo, 2 millones de súbditos rusos estaban inoculados contra la viruela.
En 1956, con la vacuna de Jonas Salk a virus inactivado, EEUU por fin le estaba dando la paliza a la poliomielitis, que sólo en 1955 había dejado paralizados a 65.000 chicos. Pero la Salk requería inyección y dosis de refuerzo.
El hijo de rusos Albert Sabin, un microbiólogo competidor de Salk, tenía una vacuna de absorción oral-intestinal, tres cepas del virus de la polio vivo aunque atenuado. Era más efectiva que la Salk y de despliegue más simple (un terrón de azúcar embebido en líquido, y efecto vitalicio). Pero Sabin, aunque su vacuna estaba siendo testeada con éxito por la OMS en el Congo Belga, no lograba que la FDA licenciara su formula. ¿Para qué iba a tomar semejante riesgo, esa agencia, teniendo ya licenciada una vacuna mucho más segura, como la Salk, y que desde 1955 le venía ganando prestigio mundial y gratitud eterna a los EEUU?
Los congresos internacionales y el correo con estampilla por vía aérea eran la Internet científica de entonces. Gracias a ella, en 1959 Sabin rezongó por la situación a su colega soviético Mikhail Chumakov y su esposa Marina Voroshilova. Con Nikita Khrushov como nuevo Primer Ministro, al menos en Moscú se respiraban ciertos aires de libertad… y de pronto se presentaba esta oportunidad de ganarle a los EEUU en su propio juego…
El matrimonio soviético entendió perfectamente qué hacer. Para dar ejemplo, como en su momento Catalina II, Chumakov y Voroshilova ingirieron la vacuna, se la dieron también a sus 3 hijos, todos ellos virólogos, y además a sus nueras, y probó ser segura: nadie se agarró la parálisis fláccida (aunque era una posibilidad). Por la presencia del virus atenuado en la materia fecal de toda la familia, era evidente que esta vacuna -a diferencia de una Salk, a virus muerto- había infectado a todos de forma benigna. Chumakov y Voroshilova decidieron escalar su apuesta a 100.000 dosis.
Como ningún burócrata se animó a gestionar el permiso de fabricación o suministro, Chumakov –hasta aquel momento, no demasiado conocido- se coló en el Kremlin, descolgó un teléfono descuidado, pidió a la operadora por Anastás Mikoyan, el Ministro de Salud, le contó su historia y le pidió el permiso para vacunar a 100.000 ciudadanos. El relato que sigue es de Pedro, uno de los hijos de Chumakov.
Mikoyan: ¿Mikhail, esta vacuna es buena?
Chumakov: Sí, camarada ministro.
Larga pausa. Carraspeo. Chumakov preocupado.
Mikoyan: Hacelo.
Chumakov hizo llegar no 100.000 sino 300,000 dosis de la vacuna a los estados bálticos: Estonia, Lituana, Letonia, donde una metida de pata podía pasar sin ser tapa en Pravda, mientras Mikoyan fingía estar distraído en otras cosas. En un año y medio, la epidemia de polio en la URSS desapareció. En 1960, 77,5 millones de ciudadanos soviéticos estaban vacunados. Voroshilnova, Chumakov y Mikoyan eran estrellas de rock, y el virus estaba muerto en la URSS, oficial y también (casi) biológicamente.
La fórmula Sabin era tanto más efectiva y barata que la todavía novedosa Salk que el resto del mundo no tardó en adoptarla. La FDA se tuvo que tragar la humillación y licenciarla. Desde entonces, la Salk sirve para terminar de barrer al virus. Increíblemente, ni Salk ni Sabin recibieron el premio Nobel. Si existe la vida después de la muerte y el cielo es la recompensa, los van a encontrar a ambos paisanos discutiendo agriamente, como en vida, cuál vacuna es la mejor.
Respuesta: ambas. La Sabin puede barrer de brotes epidémicos un continente entero, pero el poliovirus atenuado sobrevive en las heces intestinales de los vacunados, tiene una resistencia fenomenal a la intemperie, y de tanto en tanto hace mutaciones que lo vuelven de nuevo paralizante e incluso letal. Lo dicho: está vivo, no mucho, pero vivo. Para las operaciones de limpieza, la eliminación final de los últimos casos, es necesaria la Salk.
Finalizada esta digresión: ¿se entiende por qué Vladimir Putin le impuso la Sputnik V anti-Covid a todo su país tras un estudio observacional de 100 casos, un “trial” que en Occidente habría dado a lo sumo para una fase I? Dato importante: Putin le suministró la Sputnik a una de sus dos hijas, o al menos eso dijo. En Rusia, ese es un gesto con ecos históricos muy potentes.
Sin embargo, el modo de imponer una novedad experimental en la URSS no es tan distinto del de Occidente: convencer a los jefes, un tenaz trabajo de pasillo, y luego de un “trial” sobre voluntarios, la publicación en revistas académicas.
Lo que es distinto es el tamaño del “trial” y el apuro por hacer un gol en los 10 primeros minutos del primer tiempo. En la URSS la experimentación de fase fue siempre muy abreviada: poca experimentación preclínica, y licenciamiento por el estado tras estudios que en Occidente serían de fase I o a lo sumo II. La luz verde para una fase III masiva, ya más despliegue que experimento y sin doble ciego, en el caso de Chumakov, se limitó a una conversación por teléfono con Mikoyan.
Y en este caso de la Sputnik V, la Federación Rusa procedió a la inversa: licenciar el despliegue por ukase del Presidente y se prosigue con la vacunación de decenas de miles de voluntarios “ma non troppo”, como los soldados. Luego se pueden distribuir suficientes placebos como para armar formalmente un doble ciego, poder considerar todo como una fase III ante el mundo y sacarle una sonrisa de aprobación a los malditos occidentales. Sobre todo, si no están para elegir y al decir uruguayo, «vienen pidiendo agua por señas».
Lo dicho: los médicos rusos arriesgan todo, ya lo hacían antes de la Revolución de Octubre. Si pierden les puede ir mal. Al doctor Tom Dinsdale, el médico escocés que escarificó a Catalina II, la zarina le había garantizado caballos, una galera y guardaespaldas cosacos con sables y trabucos para que se pudiera fugar y evitar su linchamiento, en el caso de que su experimento personal terminara como viruela mortal.
Y obviamente, está el problema de la publicación. Una práctica exitosa, como la de los macrófagos, raramente aparece en las revistas importantes de Occidente como Science, Nature, Plos, Proceedings, JAMA o The Lancet; salvo como curiosidad, y a veces como deseo reprimido, traducible como: “Ojalá pudiéramos desarrollar esto a fondo, pero nuestras agencias de regulación están llenas de burócratas horribles”. Para ello, ver Science, 25 de Octubre de 2002, vol. 298, artículo de Richard Stone sobre bacteriófagos.
Conmovedor e ilusionado, el buen Dr. Stone termina ese artículo diciendo que los bacteriófagos, debido a la creciente resistencia de los patógenos ante los antibióticos, finalmente están a punto de encontrar su nicho en la medicina occidental. Lo contrario sería volver a las cifras de mortalidad por complicaciones bacterianas de la preguerra. Pero pasaron 18 años, los hospitales -incluso buenos- se han vuelto peligrosos por la flora bacteriana multirresistente, y los burócratas siguen ganando.
El sistema de publicación soviético implicaba, si el asunto era de ruido, traducción a las varias lenguas del bloque de aliados de la URSS: el polaco, el estonio, el magyar, etc. Pero en la posguerra la gran publicación médica internacional estaba dominada ya por el idioma inglés, con el francés y el alemán en 2do y 3er puesto lejanísimos; asunto que a los rusos les caía (y cae) fatal. Por su parte, los soviéticos campeaban sobre una fracción tan grande de planeta y de humanidad que la mayor o menor atención de Occidente les importaba un rábano. Tenían público y pacientes cautivos de sobra.
Agravaba el asunto la índole desconfiada y xenófoba de las agencias soviéticas de seguridad: salir en Nature sin una venia de la cúpula del estado era buscarse problemas. Tampoco sobraba vocación por generar productos o procedimientos apropiables y vendibles, lo que muestra una bruta bobera de cúpulas en Moscú, patología que, por cierto, La Habana no tiene, que para avivar el seso bien sirve la pobreza. Con la medicina hiperbárica, los bacteriófagos y un poco de márketing, la URSS podría haberse transformado en un destino de turismo médico chic, como hoy lo es Cuba en oftalmología o en enfermedades metabólicas, y ganado divisas a costa de la burguesía explotadora.
Un desarrollo soviético del que Occidente se apropió gratis fue la medicina refractiva. Son las incisiones planificadas de la córnea ocular para darle una forma que permita disminuir las dioptrías en caso de miopías severas o complicadas con astigmatismo, e incluso prescindir totalmente de los anteojos.
En la URSS, donde del experimento inicial al despliegue masivo se llegaba de un salto, en los ’70 ya había grandes hospitales en los que los pacientes pasaban en cinta transportadora de estación en estación, y en cada una de ellas un cirujano, con una punta de diamante, efectuaba algunos de los cortes planificados, y la cinta se llevaba al paciente hacia la estación siguiente.
Este organización fordista permitía miles de tratamientos ambulatorios diarios, sin que se pueda afirmar con cifras que el margen de mala praxis superara el que hoy admiten los oftalmólogos occidentales, aunque la soviética era una sociedad con poco derecho a pataleo. Los occidentales transformaron el procedimiento de masivo a individual, desarrollaron software experto para planificar los cortes, sustituyeron la punta de diamante por láser tipo excimer, y añadieron la facturación, ese significativo detalle.
Por último, el desprecio de los médicos rusos actuales por la publicación en Occidente es una herencia que no se sacuden. Como uno de los pueblos con mejor educación pública, los rusos son relativamente políglotas, pero soportan mejor el alemán que el inglés. Y esto no sólo porque les es más tolerable el idioma del enemigo que sí pudieron vencer, sino porque el inglés es un idioma sintácticamente proposicional, mientras que el ruso y el alemán tienen un armazón declinativo, como el latín o el griego. Son modos estructuralmente distintos de armar oraciones.
En 35 años de periodismo científico no he conocido un solo investigador occidental que lea revistas médicas rusas, salvo emigrados recientes, aunque sí me crucé al menos con dos que se atrevían con publicaciones polacas. Aunque el polaco es declinativo, tiene la virtud de usar la grafía románica y no de la cirílica, herencia de aquellos sacerdotes ortodoxos griegos mandados a cristianizar las estepas rusas por los emperadores bizantinos. Eso sí, quizás para espantar por igual a occidentales y orientales, las revistas médicas polacas suelen tener títulos en latín.
Finalmente, está la cuestión del prestigio: a la URSS se la juzga por el estado de sus hospitales en los ’80, cuando el estado soviético ya se caía a pedazos, obligado a patinarse en una carrera suicida de armas nucleares los pocos dólares que ganaba exportando. Y no tecnología fina (que la tenía), sino petróleo crudo.
Enormes hospitales que en los ’50 habían sido modélicos, tapa de Pravda, en los ‘80 estaban desfinanciados, desmantelados, invadidos de ratas y gatos, y un jefe de neurología en ellos quizás ganaba 150 rublos y debía ganarse la vida en otras cosas. El 57% de los hospitales carecía de agua caliente.
Cuando se derrumbó por fin el estado soviético, la pérdida de esperanza de vida fue drástica: en los hombres, pasó de 71 a 50 años. Los padres de familia perdieron simultáneamente el trabajo, la salud pública y de paso, a sus esposas. En este nuevo marco, la centenaria adicción nacional al alcohol se incendió y se hizo letal.
Si en tiempos de la URSS no era lo mismo ser un langa de Moscú que un pajuerano de alguna de las 15 nacionalidades periféricas, todavía hoy en las regiones rurales de Karakalpakia, Sakha, Chechenia, Kalmykia e Ingushetia la mortalidad infantil anda en 100 de cada 1000 nacimientos. Son cifras semejantes a las de Angola, Chad y Bangladesh. Los grandes asesinos de pibes en la Rusia de hoy son la gripe y la tuberculosis, mientras que a los jóvenes los mata el escorbuto por falta de vitamina D, enfermedad metabólica casi desaparecida en el planeta. Casi el 70% del territorio ruso remanente es polar, se vive mucho bajo techo y la falta de sol no ayuda.
A 31 años de desaparecida la URSS, los hombres rusos han recuperado algunos años de expectativa de vida: hoy se mueren, en promedio, a los 58 años y 11 meses. Las mujeres llegan a los 72.
El país estaba seriamente a espera de nuevos héroes.
La vacuna Sputnik
Dr. Alexandr Ginzburg, jefe del Instituto Gamaleya, autor de la Sputnik V
En abril de este año, con la pandemia haciendo estragos en Rusia, el profesor Alexander Ginzburg, de 68 años, y 100 de sus colegas del Instituto Gamaleya se inyectaron con una vacuna que les parecía promisoria, probada únicamente en monos.
La vacuna habría sido muy “high tech” hace una década. Hoy es otra plataforma experimental de tantas basada en adenovirus del resfrío modificados genéticamente para que las células humanas expresen un antígeno clave del virus SARS CoV2: la proteína Spike, que tapiza su cápsula de estructuras como clavos.
Ginzburg, a diferencia de otros fabricantes de vacunas conceptualmente parecidas (AstraZeneca o Janssen, y siguen las firmas) usó dos adenovirus, por si el sistema inmune del inyectado bloquea a uno de ellos. Hasta ahí, varias ideas muy rusas: arriesgar el propio cuerpo, y pegar con dos armas, por si una no alcanza.
Algún genio de la publicidad llamó Sputnik 5 a esta fórmula, cosa de recordarle al mundo que el primer satélite artificial de la Tierra, en 1957, fue soviético y no estadounidense. Vladimir Putin, viendo que ningún profesional del Gamaleya se había muerto o enfermado de Covid, sino que además esos científicos parecían rebosar de anticuerpos contra el antígeno Spike, decidió que la vacuna era suficientemente buena y barata como para sus médicos, sus fuerzas armadas y de seguridad, y el cuerpo docente.
Y para ello, la hizo licenciar por la agencia regulatoria nacional de medicamentos, sabiendo -como viejo jefe de la KGB- que no sería desobedecido. Y además, claro, hizo vacunar a una de sus hijas. O, como ya se dijo, eso dijo.
¿Y esto adónde nos deja a los argentinos?
La vacuna Sputnik V viene de un país que, pese a que no es socialista desde 1989, carece de práctica de armar protocolos de fase I, II y III. Y la desarrolló un instituto académico sin experiencia de fabricación masiva de fármacos. Como tampoco la tiene el país en general: no hay fármacos rusos famosos. En 31 años, un país con recursos y logros científicos formidables y un estado que suele apoyarlos, no logró generar ninguna marca.
De modo que, aunque conseguir pruebas de que la Sputnik es segura y eficaz es un desafío, el de fabricar miles de millones de dosis es aún mayor. Y esta tarea Rusia la delegará mayormente en laboratorios de genéricos de la India y Corea del Sur; porque los rusos siempre fabricaron para un mercado interno hoy de 147 millones. No tienen instalaciones ni recursos humanos como para un «scale up» de producción farmacológica en territorio propio.
Y por más que estos laboratorios, las de India y Corea, sean empresas regidas por buenas prácticas, por mucho que se trate de proveedoras habituales (y secretas) de genéricos para grandes marcas occidentales, al ANMAT, nuestra agencia, no le sobran recursos humanos como para poner inspectores en cada una de tales fábricas. Sin embargo, es su deber ante la ley argentina, escrita cuando esta situación solamente existía en las malas películas de ciencia-ficción. También es evidente que el gobierno descuenta que el ANMAT acatará órdenes de aprobar la documentación de fase III proveniente de Rusia sin enredarse en detalles. Por una vez, me declaro partidario del verticalismo.
En todo sentido, la Sputnik V será un acto de fe. Y habida cuenta del supercontagio que se viene en las ciudades turísticas argentinas este verano, y del relajo comprensible pero estúpido de una población harta de barbijos, distanciamiento y precauciones, si uno está sobrepasando los 60 paga más darse la Sputnik rápido que sentarse a esperar que pinte otra vacuna con mejores pergaminos.
1,25 millones de afortunados tal vez consigan alguna de las 2,5 millones de dosis de la de Pfizer, que también llegará rápido y cuya logística será endiablada por su temperatura de estoqueo y distribución (80 C bajo cero), salvo que venga acompañada de una considerable donación de ultra-freezers para estoquear y supertermos para milla final. Los mejores números con la peor logística. Vacuna para ricos, si la hay.
Aunque es de base tecnológica parecida a la rusa (ambas son de adenovirus del resfrío atenuados que expresan genes del antígeno virual Spike), la de AstraZeneca no necesita de 20 grados Celsius bajo cero, 2 menos que el freezer de una heladera común. La de AstraZeneca no sólo nos cuesta entre 6 y 7 veces menos por dosis, sino que resiste una distribución a entre 2 y 8 grados sobre cero.
En suma, es probable que la vacuna a la que aspiraba la Argentina, y cuantimás de producción local para asegurarle al país el primer lugar en la fila de distribución, la Oxford, aquí termine llegando cuando el supercontagio vacacional se haya producido y esté empezando el contagio de la reactivación con frío invernal.
Lo cual es un contrasentido, una buena apuesta que la semana pasada se jodió por una pésima decisión de AstraZeneca sobre el diseño de su fase III, asunto que hoy se interpreta como «cherry picking», que es descartar pacientes viejos para mejorar las cifras de eficacia de un estudio. Es lo que se hizo con aquel grupo que recibió -por error, aduce la empresa- una dosis y media, en lugar de dos, cohorte de sólo 3000 voluntarios y en la que significativamente, no había mayores de 55 años. De esto, sucedido en Inglaterra y más bien a escondidas del mundo, difícilmente pueda culparse a ningún argentino. AstraZeneca tenía una imagen impecable, precios imbatibles y una fórmula cuya logística era de las más simples. Nos asociamos mal. Dicho por uno que votó a este gobierno.
Aunque todavía alguien deba explicar por qué el Ministerio de Salud, a diferencia del Ministerio de Ciencia y Técnica, no le puso un mango a las dos vacunas aparentemente sencillas y sin complicaciones que desarrollaron las universidades Nacional del Litoral, y Nacional de San Martín. Ambas tienen buenos estudios preclínicos.
Daniel E. Arias