Ayer falleció, a los 90 años, el ex presidente argentino Carlos Saúl Menem. Gobernó nuestro país durante 10 años y medio, elegido y reelegido por los votos de sus conciudadanos, y fue un actor de la política nacional por más de seis décadas. Su biografía está en todos los medios, locales y del exterior, y un portal como AgendAR, enfocado en la ciencia, la tecnología y las actividades productivas argentinas, no es el lugar para agregar más notas necrológicas acerca de Menem.
Pero sí puede ser el lugar para una reflexión sobre su legado. El sociólogo Juan Carlos Portantiero acuñó el término «empate hegemónico» para referirse a una situación en que los actores sociales luchan por imponer uno de dos proyectos opuestos. Sus recursos -políticos, económicos- no les alcanzan para imponer el que prefieren, pero sí para impedir que se afirme el que aspira el otro sector.
Independientemente del sentido que le dio Portantiero, y del de otros autores -distintos del que paso a exponer-, aquí usamos el término para describir la situación de la sociedad argentina a partir de la muerte del entonces presidente Perón en 1974.
Además de la crisis política agonal que se vivía, aparece un quiebre que atraviesa los 47 años siguientes. Y continúa.
El modelo de industrialización apoyada en el mercado interno, que surge en nuestro país -de forma obligada y sin planificación- cuando la Gran Depresión de 1930 pone en cuestión el modelo agroexportador vigente hasta entonces, y que Perón en su primer gobierno fortalece y le da características estructurales permanentes, llegó a una crisis ¿terminal? en esos años.
Es discutible si el poder político de Perón hubiera podido mantenerlo vigente si hubiese vivido. El hecho es que a partir de 1976 una dictadura pone en práctica un modelo que empezaba a estar vigente en unos pocos países -Inglaterra, Chile- y que era nuevo en Argentina. Claramente distinto de los intentos de restaurar el «orden conservador» y un modelo agroexportador no tecnificado que se ensayaron -y se frustraron- entre 1955 y 1973.
Simplificando mucho -es lo que hacemos en esta breve nota- la característica central de este modelo -denominado sin rigor «neoliberal»- ha sido la apertura a las importaciones. También, por supuesto, hay otros elementos centrales: privatizaciones, predominio del capital financiero, presencia dominante en muchas actividades de empresas trasnacionales…
Pero son datos de la economía globalizada, presentes en la gran mayoría de los países. Y que han perdurado, con mayor o menor intensidad, durante todos nuestros gobiernos a partir de 1976.
Así, vemos que los enfrentamientos -muy reales- en las políticas económicas de esos gobiernos que se sucedieron se centran -a nuestro falible entender- en la mayor o menor apertura a las importaciones, la mayor o menor protección al mercado interno y al trabajo nacional.
El «empate hegemónico» se refleja en que ninguno de esos dos «modelos» ha conseguido imponerse, es decir, modificar el esquema productivo y, sobre todo, el social de forma que le garantice algunas décadas de estabilidad.
¿Qué tiene que ver esto con Carlos Menem? Dos hechos, a nuestro entender, profundamente significativos para apreciar realidades de la política, y de la estructura productiva argentina.
Ese mandatario, de origen peronista y apoyado por la mayor parte de sus dos mandatos por el peronismo sindical y el de las provincias, fue el que logró mantener por más tiempo el «modelo aperturista», demoliendo o convirtiendo en inviables gran parte de la base industrial dirigida al mercado interno y la red de transporte ferroviaria, cambios que no fueron revertidos después.
El otro hecho es que esa etapa de apertura y relativa estabilidad cambiaria terminó catastróficamente en 2001.
Desde entonces, el «empate hegemónico» a que nos referimos aquí no sólo impide que alguno de esos dos modelos consolide los cambios sociales necesarios para su perduración en Argentina. Más aún, impide que cualquiera de los dos se aplique por completo.
A. B. F.