(La primera parte de esta nota está aquí; la segunda, aquí)
3. Del presidente Carlos Menem como arma antisubmarina
En la posguerra, el país líder de la OTAN, EEUU, en plan contrafáctico, quería saber si podríamos haber sido realmente de peligrosos, habida cuenta de las experiencias pasadas y los nuevos activos de la Marina. Invitó a ejercicios combinados con la US Navy en 1993 y 1994 a nuestros únicos dos TR-1700 alemanes, obviamente diésel-eléctricos, entonces recién llegados al país y de capacidades no muy conocidas.
Los johnnies estaban preocupados porque Argentina, en su astillero porteño, entonces llamado Domecq García, ya tenía los componentes, las máquinas, los recursos humanos y el know-how para fabricar 4 TR-1700 más, aunque la construcción venía lenta. ¿Cuánto valían en combate?
Bueno, hicieron desastres.
Oceánicos antes que costeros y sin embargo, pequeños, los TR-1700 fueron una rareza setentosa, con sus 960 baterías de plomo y ácido sulfúrico de media tonelada cada una, el doble de las que lleva un T-209. Sumaban una entonces insólita reserva de potencia para navegación silenciosa sin snórkel. No eran defensivos: podían llevar la guerra a cualquier lado.
¿Pero por qué 480 toneladas de baterías?
La contestación es que esas baterías rinden 8614 HP en la hélice, lo que hacen muy veloz a un TR-1700 en inmersión, por ejemplo, en un escape después de atacar. Usando las baterías de modo más conservador, en patrulla a 4 o 5 nudos, las baterías evitan bastante el uso de snórkel y así bajan la llamada “tasa de indiscreción”.
Y es que la indiscreción mata. Con los radares aerotransportados actuales un snórkel en el oleaje destaca tan claro como el Obelisco en la 9 de Julio. Pero sin el snórkel, no hay oxígeno para la tripulación ni para los motores diésel.
Como plan B, navegar a batería pura debajo de la profundidad de snórkel y de los remezones del oleaje disminuye no sólo la indiscreción sino también las fracturas de huesos. Hacerlo en plan A a diésel con snórkel y en un mar con olas de 6 a 8 metros, como las habituales en el Mar Argentino cualquier día de “pesto”, es como vivir en la coctelera de un barman gigante.
Cuando las válvulas automáticas taponan el snórkel al paso de una ola, la demanda de oxígeno de los motores baja de golpe la presión de aire dentro del sub, y a la gente se le inflan los tímpanos a reventar. Ser submarinista a veces es muy doloroso.
Las opciones de no asumir riesgos de ingeniería son peores: en guerra y en superficie, un sub diésel-eléctrico moderno exhibiendo el snórkel dura algunas horas hasta ser detectado y destruido.
Y las horas en superficie ya no son plácidas: los cascos con forma de V, muy marineros en la superficie, como el que tenía el viejo S-21 ARA Santa Fe, desaparecieron tras la 2da Guerra. Tenían largas cubiertas caminables, y hasta un cañón de proa. Y es que eran buenos para cruzar rápidamente un océano por superficie hasta el sitio a atacar, y sumergirse antes. Pero en inmersión, por su forma, eran menos hidrodinámicos y por ende más ruidosos.
Con submarinos nuevos de cascos externos cilíndricos y lisos, esbeltos y silenciosos, sucede lo contrario: son más rápidos en profundidad, y también menos audibles, al precio de navegar mal en la superficie. Si hay oleaje bravo, la nave rola, guiña y cabecea como una boya.
El snórkel, para ir debajo de la superficie pero a diésel, supone otros peligros, además de la detección, pero también -dado que los efectos de un «pesto» llegan a varios metros de profundidad – de las contusiones y fracturas. Si las válvulas automáticas que cierran el snórkel no lo hacen bien o a tiempo, esas tremendas baterías de los TR-1700 pueden ser la muerte instantánea para la gente.
Si el tubo ingiere agua de mar por mal cierre de una válvula, y las baterías se mojan, entran en cortocircuito, se incendian e inundan instantáneamente la nave de sulfuro de hidrógeno. Tal parece haber sido el fin del ARA San Juan en 2017, con sus 44 tripulantes, la máxima pérdida naval argentina desde el hundimiento del Belgrano.
El riesgo químico implícito en semejantes baterías como llevaban los TR-1700, sin embargo, hubiera sido muy bajo con un mantenimiento decente. Y por diseño, estaba más que compensado por el rendimiento en combate: esto no se puede perder de vista. El TR-1700, un diseño exclusivo de ThyssenKrupp para la Argentina, era el submarino correcto para el país. Sucedió que éste fue el país incorrecto para el submarino.
El 17 de Octubre de 1993, durante el ejercicio UNITAS, el gemelo del San Juan, el ARA Santa Cruz confrontó al USN “Pintado”, un submarino nuclear de caza clase Sturgeon, con 4460 toneladas sumergido. Fueron prácticas de búsqueda, detección y destrucción que se prolongaron todo el día. Y con primer y segundo tiempo, como en el fútbol.
Gracias a sus baterías XXL, a su tamaño pequeño (2400 toneladas) y formas redondeadas, el fantasmal diésel-eléctrico argento dominó el primer tiempo. El segundo fue más peleado. La nave argentina venía ganando 3 a 2 cuando, a 5 minutos «del silbato del referí», los hidrofonistas de la nave norteamericana escucharon el “gluglú” del Santa Cruz que llenaba sentinas para enderezarse y apuntarle con la proa. El Pintado despachó al Santa Cruz “con un torpedo virtual” cuando estaba a uno o dos segundos de ligarse uno.
El US SSN 672 “Pintado”, un submarino nuclear yanqui de caza que no salió bien parado de su agarrada con el ARA Santa Cruz.
Los autodenominados “americanos” esperaban ganar por goleada, lejos de tener que arañar un empate. El lema del Pintado era esa vieja expresión de alarde en idioma español que los viejos a veces usamos: “El más pintado”. Y le dimos razón. Pintado… en la pared.
En octubre del año siguiente, durante el FLEETEX 94, el ARA San Juan participó en un encuentro más complejo. Junto con dos subs nucleares de caza yanquis clase “Los Ángeles”, más modernos que los clase Sturgeon, formaba la parte submarina del “equipo rojo”, que debía impedir un desembarco. Esta vez había que jugar de defensor e incluso de arquero.
La Fuerza de Tareas azul venía en patota con 2 portaaviones protegidos por más de 30 naves, incluidos destructores, helicópteros antisubmarinos, y de yapa 3 submarinos de caza, también clase Los Ángeles.
En aquella gallera naval, en una zona delimitada frente al cabo Hatteras, con aguas profundas y otras someras, el único diésel-eléctrico era el mínimo San Juan, con sus 2400 pobrecitas toneladas. Daría trabajo incluso zafar sin ser chocados por algunos de los 5 submarinos nucleares yanquis de casi 7000 toneladas.
El San Juan, quieto y al acecho en el fondo, escuchó en su sonar pasivo el trueno continuo del avance de la flota azul en su dirección, logró colarse silencioso y diagonal como un alfil a través de la cortina defensiva de destructores, subió a profundidad de periscopio, como en las películas de la 2da Guerra, sin ser oído ni visto, y fotografió (es decir, hundió) el barco de comando y control “Mount Whitney”. Éste era el núcleo de esa fuerza de tareas, su “capital ship”.
El USN Whitney, barco de comando y control de operaciones anfibias que en 1994 tuvo el honor de ser hundido por el ARA San Juan.
Al rato los oponentes, no enterados, «hundieron» un submarino nuclear del equipo rojo y lograron desembarcar 2000 marines: aparente victoria de los azules.
Pero cuando el ARA San Juan llegó a puerto y el capitán, Gustavo Trama presentó las fotos ante el jurado, se reveló que si el enfrentamiento hubiera sido real, el Mount Whitney, coordinador de la operación anfibia, en realidad a esa altura de las cosas estaría durmiendo con los peces. Ergo, el desembarco no podría haber sucedido. Triunfo de los rojos.
Si fue una idiotez ir a la guerra contra la 3ra potencia naval del mundo y dirigidos por una cáfila de ineptos, casi igual de bobo fue participar en aquellas dos maniobras. Las consecuencias políticas de tanto sopapo dado a la primera potencia de la OTAN por el Santa Cruz y el San Juan fueron rápidas.
En 1994 el presidente Carlos Menem ordenó cerrar el astillero Domecq García donde se construían otros dos TR-1700. Eran (son) el S-43 Santa Fe, con un avance del 71% y el S-44 Santiago, con el 30%. Allí también se estoqueaban los componentes para otros 2 TR “nonatos”, los S-45 y S-46, sin nombre.
Si se construían 6 TR-1700, mientras duraran en operaciones la Armada Argentina sería la más peligrosa del Hemisferio Sur. Y según la autonomía y velocidad de esta flota, sería peligrosa a medio planeta de distancia.
El presidente Carlos Saúl Menem y «su» Ferrari
A pedido quizás del Gobierno de Su Graciosa, nuestro no menos monárquico presidente Menem clausuró el Domecq García y remató como chatarra todo lo suelto en materia de herramientas y máquinas de precisión en el astillero. Para más inri, vendió los terrenos a sociedades fantasma para construir «in situ» un barro cheto. Pero el personal se negó a desocupar el astillero, y los cascos de acero HY-80 del Santa Fe y el Santiago son infernalmente tenaces. Es difícil trocearlos a soplete, y justamente las máquinas alemanas de corte de Thyssen acababan de ser vendidas…
ARA Santa Cruz encallado en el barro del Plata en la boca del acceso a TANDANOR, en Puerto Nuevo, junio de 2014
28 años más tarde, el astillero, reabierto en 2004, sigue trabajando de modo militarmente casi inocuo, pero económicamente rentable en reparaciones de naves civiles. Su trabajo militar de mayor fuste fue la reparación y modernización del rompehielos ARA Irízar, devastado por un incendio en 2007.
En 2011 se lo empezó a reparar en TANDANOR, a contramano de opiniones irritadas que decían que un barco tan exquisitamente especializado que sólo podía diseñarse y construirse en los talleres Wärtsyllä, de Finlandia, no podía arreglarse aquí. Requirió de mucho taller, y como siempre, la plata era poca. Pero volvió a navegar en 2017, repotenciado de máquinas y generadores, con un radar de INVAP, un aumento de 245 a 313 plazas y una ampliación del área de laboratorios de 74 a 415 m2.
Desde entonces viene probando que sigue siendo el más poderoso rompehielos del Hemisferio Sur: logra cortar hielo viejo (el más duro) de hasta 6 metros de grosor. Los rompehielos árticos rusos, los de mayor potencia motriz del mundo por su propulsión nuclear, cortan hielo de 3 metros, nomás. El hielo antártico es otra cosa.
El 11 de marzo de 2018, el Irízar rescató a cinco científicos estadounidenses desplegados al Norte de la Península Antártica: no podían volver desde la isla Joinville al continente por las condiciones del hielo marino, y el rompehielos estadounidense Laurence M. Gould, 21 años más nuevo que el Irízar y sin historial de incendios, con el frío agravándose día a día, no se animaba a entrarle a la banquisa por temor de quedar atrapado. Para el Irízar, pan comido. Operación exitosa.
Ahora por fin TANDANOR vuelve a hacer remolcadores para la Armada, que no serán barcos de la Flota pero ya no tiene ninguno, y vive alquilando.
Inútil buscar en los inmensos talleres a «los submarinos nonatos»: fueron canibalizados como repuestos del Santa Cruz y el San Juan hace décadas. Los dos TR-1700 incompletos siguen ahí, esperando que se los termine, en un astillero diseñado ad-hoc para construir esa marca y ese modelo… pero nadie en la Armada quiere asumir el riesgo técnico. Máxime tras la trágica pérdida del ARA San Juan.
Lógico, no faltaron idiotas (del mismo palo que quienes se oponían a una reconstrucción local del Irízar) que intentaron cargarle las tintas al astillero, donde el submarino se venía salteando mantenimientos. Como si uno pudiera culpar al mecánico de su auto de un accidente generado justamente por NO llevarlo al taller.
Y del riesgo geopolítico, ni te cuento: la jugada de resucitar la construcción del S-42 Santa Fe y del S-42 Santiago caería mal en Whitehall y un par de cancillerías más. Tampoco nadie en Argentina quiere arriesgarse a terminar la reparación de 2/3 de vida del S-40, Santa Cruz, aquel que fue capaz de hundir “Al más pintado”.
Ahora en la Marina hay quienes quieren comprarle a Brasil un clase Tupí (adaptación local del Type 209 de Howaldswerke Deutche Werft), del cual los brasucas se están desprendiendo para renovar su flota con Francia. Y empiezan por revolear el más viejo (justamente el S-30 Tupí), muy caminado y casi sin vida útil remanente.
El Tupi es como el viejo San Luis: igual fabricante, más toneladas, mejores sensores y armamentos… desgraciadamente en buena parte de BAE, es decir británicos. Algo me dice que no conseguiremos repuestos ni partes para ellos. El Tupí era una nave excelente en 1989, cuando se lo comisionó, y hoy es exactamente lo que NO hay que comprar, si nuestro destino es ir de la nada hacia la chatarra. Otra gente del ámbito sueña con un submarino diésel-eléctrico francés tipo Scorpene nuevo. El problema es que no se regalan.
Y además, un único sub resuelve el problema de formación de submarinistas, que por ahora se hace con ayuda de marinas amigas (Perú). Pero no cambia el desequilibrio naval básico del Cono Sur: con Brasil, todo bien. Pero Chile tiene 4 Scorpene, y para mantenerlos, o construir más, un astillero muy especializado como el que supimos tener hasta 1993. ASMAR, se llama, por Astilleros y Maestranzas de la Armada, haciendo gala de castellano viejo e ideas nuevas. Chile no viene siendo históricamente un país industrial. Miralos ahora.
Con Gabriel Boric en La Moneda, habrá tranquilidad con los citados primos durante 4 años. Pero el 44% del electorado chileno votó a José Kast, quien está bastante ganoso de una guerra de límites con Argentina, y lo dijo en campaña. Guerra que de suceder hoy, Chile ganaría caminando. Incluso sin apoyo inglés (aunque lo tendría).
El problema de fondo con nuestros activos navales es que el negocio, para los Almirantes, ha sido siempre comprarlos, no mantenerlos. Y los submarinos son barcos muy complejos, más aún que las aeronaves, y exigen cantidades infernales de reparaciones y actualizaciones. Y sobre todo, piden recursos humanos expertos que tardan una década en foguearse, pero se pierden en meses.
Por eso, un astillero que sabe reparar bien es el que sabe construir bien. Razón por la cual en AgendAR no queremos ninguna compra que no repotencie o refunde el astillero TANDANOR como sitio de excelencia en ingeniería naval compleja. Hubo algún cabeceo alemán para ello, pero “niente piú”.
Y es que a la Armada hay que cambiarle algunos chips: una revisión somera del excelente catálogo Histarmar de buques de la Armada entre 1900 y 2013 arroja un total acumulado de 318 naves de todo tipo.
De estas 318, sólo 56 fueron construidas en la Argentina. Si dejamos fuera las ensambladas aquí bajo licencia extranjera, quedan 47 naves realmente Nac & Pop, y entre ellas hay sólo 12 de combate.
Pero si estrechamos la búsqueda a barcos exclusivamente de guerra de diseño y construcción local, la lista se abrevia a 10. Y son muy chicos: 8 rastreadores y 2 patrulleros. 10 barcos sobre 318. Sí, el 3,78% del catálogo.
Como dijimos en los anteriores capítulos de esta nota, si en 1980 Maggie Thatcher quería vendernos las Malvinas porque, en su visión, le costaban plata al Exchequer británico, el único modo en que dejarán de ser inglesas es haciendo que le cuesten mucho al tesoro inglés.
Eso es imposible si no desarrollamos al máximo nuestra industria argentina de pesca, si no reconstruimos la flota mercante argentina, cuya ausencia nos salía U$ 5000 millones/año en 2014, si no desarticulamos los mil recovecos legales e ilegales que transformaron al Mar Argentino en una metrópolis de la pesca pirata, con pérdidas de entre U$ 3000 y U$ 14.000 millones/año, según quien calcule y cómo.
Jamás tendremos las islas, y mucho peor, tampoco los 1,7 millones de km2 de Zona Económica Exclusiva que perdimos con ellas. No sucederá si no reconstruimos nuestra industria de armamento, en general. Y si no volvemos a reparar, repotenciar y construir naves de guerra, y entre ellas, submarinos.
Hablo de ocupar nuestro mar.
Nada de esto es una receta para ganar guerras. Es como alimentarse bien, correr, hacer fierros en el gimnasio y practicar box para echar lomo y cambiar de actitud. Con la idea de no dejarse patotear y desvalijar más por el runfla del barrio, ése que se vino a reocupar las islas con 31 armas antisubmarinas nucleares.
Lo mejor es que no te vuelvas a agarrar con el tipo. Pero más allá de que suceda o no, todo ese ejercicio industrial te hace bien.
Construye país.