Monsanto ya no existe. Se hizo ecologista

Es un enfrentamiento simple e inevitable el del Secretario de Ciencia, Lino Barañao contra el Secretario de Agricultura, Luis Etchevehere. El gran tema es el trigo HB4. El mandamás no quiere autorizar su cultivo, el «mandamenos» pena por hacerlo desde ¿2007? Gana Etchevehere, pero tiene en contra una parte creciente del campo argentino, el suplemento Rural de Clarín lo empieza a cruzar, y el mandamás tiene que decir que no piensa renunciar con cierta frecuencia.

El HB4 es un monoevento transgénico de planta a planta: en ese caso, trigo transfectado con un «pack génico» de girasol, cuya búsqueda la doctora Raquel Chan, del CONICET y la Universidad Nacional del Litoral, empezó en 1992. Con los genes HB4 el girasol le transfiere al trigo la resistencia más que notable de esa oleaginosa frente a extremos hídricos: sequía e inundación.

Pero esos genes de girasol no regulan únicamente el manejo del agua por parte de la planta receptora, sino que logran que la planta siga verde y en fotosíntesis activa durante el llenado del grano: son promotores de rendimiento en semilla. Este rasgo conferido por el HB4 tiene tiene una lógica darwiniana: ante una seca o una inundación, el girasol concentra sus recursos metabólicos en garantizar la supervivencia de la generación siguiente, y responde produciendo más grano. Como los ciclos de sequía e inundación se han vuelto más intensos y frecuentes por el cambio climático, el valor comercial de este pack genético aislado, identificado, patentado y aplicado por argentinos, no tiene un techo preciso.

Los cultivos industriales a los que se transfectó con HB4 son básicamente la soja, el trigo y la alfalfa. Se probó también con el maíz, cuyo rendimiento no mejoró en forma notable, pero con los tres primeros cultivos las mejoras de rinde oscilan entre el 9 y el 25% según la especie receptora. Algo más: la ingeniería genética agronómica existe comercialmente desde hace 24 años, pero nadie la había usado en trigo, el cultivo con mayor área sembrada en el planeta, y la mayor fuente de proteína vegetal de los humanos. El trigo HB4 es un «first timer», una «primera vez», mundial.

Sin embargo, el Secretario Etchevehere y su subsecretario de Alimentos y Bioeconomía, Andrés Murchison, no quieren darle la aprobación comercial. Con esto, el Secretario Barañao -el CONICET es socio de Bioceres- pierde royalties, pero el campo argentino pierde más: trigo marchito no paga. Y la que pierde en el fondo es la Argentina, que se condena a seguir exportando naturaleza cruda pagando patentes, en lugar de cobrarlas.

Que un «game changer» como los genes HB4 sean argentinos no es consecuencia de ser agroexportadores de siempre. Somos eso, pero además educamos a tres premios Nobel en biociencias, y el 60% del mercado farmacológico local lo dominan empresas nacionales, muchas de ellas exportadoras. En algún momento eso tenía que hacer «masa crítica». La doctora Chan es biotecnóloga vegetal, pero no nació de un repollo.

Llegar a estas tres especies HB4 costó 26 años de investigación básica y aplicada de Chan, como líder científica del INDEAR, instituto del CONICET y de la UNL. En 2001, atraídas por las sorpresas que iba generando el HB4 en laboratorio, 23 firmas argentinas, mayormente agrícolas pero también laboratorios farmacológicos, se agruparon alrededor como consorcio en Bioceres. Este es otro «first timer» en la historia argentina: una empresa de productores agrupada por un desarrollo tecnológico.

Bioceres patentó el HB4 y siguió atrayendo socios: ya superan los 300. El CONICET y la UNL anunciaron la novedad en 2004 sin que los suplementos o las revistas y programas rurales le dieran importancia, asunto llamativo. ¿Nadie es profeta en su tierra? De todos modos la gente de campo empezaba a enterarse boca a boca. En 2012 Bioceres le puso la marca definitiva al desarrollo: HB4. Hasta hoy, es la única firma de biociencias del mundo con tres eventos de protección contra el cambio climático. Y van más en camino.

En 2010 ya había una pugna soterrada pero feroz entre Bioceres con la CONABIA y el SENASA. Estos organismos, hoy dependientes de Agroindustria, tienen que certificar que, por ejemplo, una soja transgénica tenga ventajas agronómicas importantes sobre las no transgénicas. Pero también que no muestren déficits nutricionales respecto de éstas, y que no dañen la salud humana o afecten de modos adversos la animal, e incluso que no afecten el medio ambiente.

Las autorizaciones de estas agencias siempre salen a velocidad express cuando las piden empresas multinacionales como Monsanto (hoy comprada por Bayer). Los funcionarios argentinos suelen justificar su respuesta inmediata aduciendo que están cubiertos por abundante literatura científica de la inocuidad médica, sanitaria y ecológica del evento a licenciar, justamente la que permitió antes la aprobación de la FDA (Food and Drug Administration) de los EEUU. Pero a Bioceres, y a lo largo de todos los gobiernos que van desde el de Eduardo Duhalde hasta el de Mauricio Macri, CONABIA, el SENASA y Agroindustria, ya fuera Secretaría o Ministerio y con diversos nombres pero parecida burocracia, les han puesto décadas de palos (de baseball) en las ruedas.

Sucesivos funcionarios e incluso algunos de los científicos que desfilaron por tales pasillos aducen, con grabador apagado, tenerle terror a los ecologistas. Y de la capacidad de las grandes multinacionales de biociencias de armarles operaciones de prensa con ecologistas, de eso ni hablar. Uno casi los comprende.

El problema es que benefician de un modo transparente a las multinacionales de biociencias, como Bayer-Monstanto, Syngenta y Nidera. Y desalientan obstructivamente a las firmas nacionales que se quieren meter al ruedo transgénico, al tratar de quebrar a la que llegó más lejos. Ese «modus operandi» viene siendo demasiado repetido, prolongado y predecible, y sobre todo demasiado independiente de que el presidente sea un liberal explícito, un peronista ortodoxo, un «populista» keynesiano y luego su viuda, o Mauricio Macri. ¿Qué sostiene esa continuidad?

En 2015, la Secretaría de Agricultura licenció por fin la soja HB4. Esto no movió demasiado el amperímetro en el campo, porque el cliente principal de este cultivo es China, donde las autoridades regulatorias locales todavía no la aprobaron. La semilla RR argentina es para consumo animal, no para siembra. Los ciudadanos chinos devoran pollos y cerdos sin preguntarse si los forrajes de los mismos han sido transgénicos o «normalitos»: culturalmente son tan aversos a comer semillas recombinadas como el más recalcitrante militante verde europeo. La cultura alimentaria del humano promedio es conservadora. Los ecologistas la tienen fácil.

Pero no es por ello que la imagen de las firmas de biociencias resulta tan merecidamente mala. Se la ganan día a día. Por ahora, los eventos transgénicos más importantes han estado ligados al uso de herbicidas, como la soja Roundup de Monsanto, resistente al glifosato. Siendo la soja una planta petisa y lerda para crecer, las malezas le hacen sombra, le roban agua y nutrientes, y le ganan sin esfuerzo.

Pasa el avión fumigador o el camión mosquito rociando glifosato, y se amustian, achicharran y mueren las malezas, mientras triunfa, solitaria y espléndida, la soja con resistencia a este desmalezante en sus genes implantados. Eso sucede hasta que las malezas evolucionan y desarrollan resistencia genética el glifosato. Entonces se transforman en «supermalezas». En 2010 sólo en la provincia de Buenos Aires ya había 18 especies que hicieron esta transformación.

Las supermalezas hay que atacarlas con superdosis de super-herbicidas, que combinan el glifosato (ligeramente cancerígeno y mutagénico) con agrotóxicos más perdurables y agresivos. En la carrera armamentista entre el reino vegetal salvaje y las semilleras, los que pierden son los productores y la población rural dispersa. Los productores cada vez pagan más por cócteles de plaguicidas crecientemente impresentables en dosis cada vez mayores, y la población rural colindante con las áreas de cultivo los termina respirando, tocando, comiendo o bebiendo.

Otros eventos más inocentes están ligados a toxicidad selectiva, cuya eficacia probablemente sea también precaria: los insectos evolucionan aún más rápido que las plantas. Las semillas «Intacta» (Monsanto) generan plantas cuyos tejidos expresan algunos genes de una bacteria del suelo, el Bacillum thuringiensis, BT para los amigos. La toxina BT resulta inocua para los humanos y otros animales superiores, pero es letal para las orugas de diversos insectos. Una planta BT se defiende sola de las orugas sin tener que rociarlas de insecticidas discutibles, como los órganofosforados (suelen ser neurotóxicos en dosis muy bajas) o los nicotinoides (que están exterminando a los polinizadores, como las abejas). Bueno, es lo que dice la propaganda. Por ahora funciona.

Pero explicale a un chino o a un europeo que se coman tranquilos la toxina BT de la soja de su chop-suey o de la polenta. La idea de comer toxinas les pone los pelos de punta, aunque lo hacen diariamente: en la dosis adecuada, el cloruro de sodio es tóxico, el azúcar fructosa también, el alcohol ni hablemos, e incluso también el agua destilada.

Por lo demás, los humanos somos reacios a cambiar de hábitos alimentarios, y si el marbete en el supermercado dice «recombinante», aunque no se trate de un evento ligado a defoliantes o toxicidad para larvas, la mitad de mis amigos se abstiene. Y se consuela tomando un vino fermentado con levaduras recombinantes, acompañado de un queso fermentado por otras levaduras también recombinantes, todas más eficientes. El mundo de la agroindustria alimentaria está regido por la ingeniería genética desde 1994 y eso no parece estar matando a nadie, salvo a la gente de campo fumigada con defoliantes. Lo cual es monstruoso, y algún día -y llegará- tendrá remedio, político y amargo.

Los cultivos industriales rara vez llegan directamente al público: desaparecen antes en la cadena de valor agregado como insumos. Por ello, el chino no se entera de que el cerdo salteado de su guiso comió balanceados de soja transgénica argentina o brasileña desde el destete. Si China hiciera como la Unión Europea y no comprara soja recombinante «at all», el plato del chino tendría mucho menos cerdo salteado, o no tendría nada.

Es difícil que la población china acepte volver a una dieta casi puramente vegetal, como en los heroicos tiempos de la Revolución Cultural, cuando se vivía de arroz y de consignas. Si desaparece la proteína animal, en el Reino del Medio se arma Troya. Por lo tanto, los chinos prefieren no hacerse preguntas respecto de si sus chanchos comieron los porotos correctos o «los malos».

En general, pasa lo mismo en casi todo el mundo. Un ecologista escribe un artículo muy militante mientras toma su cervecita (cebada transgénica y levaduras transgénicas) y se baja su picada (salamines hechos con carne y grasa de cerdos fermentada con levaduras transgénicas), e ignora o prefiere ignorar que el mundo se está volviendo más complejo de lo que cree.

Hay que ser un idiota para creer que los genes del girasol pueden transformar en peligrosos los cultivos industriales como la soja, la alfalfa y el trigo. El girasol es un alimento humano desde hace milenios, y al parecer no envenena a la gente ni agranda el agujero de ozono. Y aún así, la ley dice hay que demostrar prolijamente que los transgénicos son inocuos para humanos, animales y medio ambiente. Y eso es totalmente correcto.

¿Pero cuántos años para esto? ¿Dos? ¿Cinco? Ya parece demasiado. Pero cuando la empresa es argentina y también lo es la agencia regulatoria, podemos estar hablando de doce, o más, mucho más, indefinidamente más en el caso del trigo. Eso en agencias que otorgaban una patente ligada a agrotóxicos o a toxicidad a la Monsanto (antes de que la compraran) en un pestañeo.

La pelea que se está armando en torno al licenciamento del trigo tal vez sirva para fumigar a estos tipos. El argumento favorito con que se cubren hoy es Brasil: nuestros vecinos y socios, grandes compradores de trigo argentino, son también muy ecologistas, o eso se dicen. Aducen, trémulos, que la autorización de siembra del HB4 podría desatar una ola de rechazo popular brasileño ante el trigo argentino. Y fogoneada por la Multinacional de la Ecología.

«Si a un brasileño le decís que el pan se hizo con trigo transgénico, no lo compra», aseveró una luminaria de Agroindustria. «Si non e vero, e ben trovato». Es bastante más demostrable que las multinacionales de biociencias no tienen ningún desarrollo siquiera parecido al HB4. Y es sospechable que a Bioceres la quieran borrar del mapa aprovechando su endeudamiento mientras es chica y no mueve el amperímetro. Por lo pronto, antes de ser comprada a su vez por Bayer, Monsanto se compró un 5% del paquete accionario de la firma criolla, que necesitaba «cash». Sucedió este año.

La Secretaría pinta un cuadro con brasileños que se escapan de los supermercados, donde acechan los peligrosos trigos criollos, como de un incendio. Si realmente quieren cuidar al productor local deberían proponer medidas como la trazabilidad y el etiquetado diferencial: que el trigo argentino no HB4 y sus derivados en la cadena industrial paguen por un marbete ecológico, y por ende se puedan vender más caros. Las góndolas de los alimentos «ecológicos» en los supermercados europeos tienen precios regularmente 30% mayores. Si un brasileño quiere una lasagna o unos fettucini etiquetados como «no transgénicos», que los pague más. Punto. Es lo lo justo, es lo factible.

Tiene hasta una lógica social. En general, no mucha gente come pan en Brasil. La fuente de almidón del pueblo pobre, en nuestro vecino gigante, es la mandioca, no el trigo. Éste es más bien un lujo de clases medias que se fue extendiendo luego de la creación del Mercosur.

El trigo es un cultivo relativamente robusto: soporta frío y calor, pero no tiene la tolerancia ante extremos hídricos del girasol o de ciertos maíces. El área de trigo HB4 en Argentina se dispararía al toque de la aprobación del evento de Bioceres por parte de sus principales antagonistas, Mr. Murchison y el señor Etchevehere, o también de la renuncia de ambos funcionarios y su remplazo por personas de otro perfil. ¿No lo hizo acaso el área sembrada de soja RR, en cuanto fue aprobada -muy rápidamente- en 1994?

Y el aumento del área sembrada con trigo HB4 sucedería por tres razones: ante los ciclos cada vez peores de sequía e inundación, la adopción por los productores argentinos del HB4 sería rápida: un trigo que rinde más cuanto menos llueve es un «wet dream» agronómico. Al respecto, ya no hay nada qué demostrar. Además, clientes posibles de trigo y harinas argentinos en el mundo hay bastantes, además de Brasil, y la Secretaría debería estar buscándolos. ¿No le hemos vendido cantidades ingentes de trigo a la Unión Soviética, desafiando el embargo de comercio exterior decretado por Jimmy Carter en 1981?

¿Y no cambiamos de preferencias luego, en tiempos de Raúl Alfonsín, y le vendimos barcos y barcos de trigo al Irán del Ayatollah Khomeini, al punto de volverlo un tiempo nuestro mejor cliente agrícola? EEUU estaba muy en contra, pero bueno, uno no deja que un competidor comercial -EEUU es una potencia agrícola- le autorice los clientes. Por más de una causa, se debería creer que el poder de inhibición comercial de los EEUU supera bastante al de Greenpeace, y sin embargo… ¡Si habremos hecho plata con nuestro trigo desestimando los «non papers» del Departamento de Estado!…

Aquí estamos dejando no sólo que nuestros competidores nos indiquen los clientes sino las tecnologías, cuando no son las de ellos y no les significan cobrar patentes, sino pagárnoslas a nosotros. ¿Es Greenpeace la que traba la autorización comercial del trigo HB4? ¿O las grandes semilleras que no tienen nada comparable en su panoplia de eventos? ¿O los EEUU? ¿O todos ellos? ¿O se trata de un caso raro y milagroso de imbecilidad institucional mantenido a lo largo de décadas y por gobiernos argentinos políticamente muy adversos entre sí?

Lo que sea, que se termine de una vez.

Daniel E. Arias