«Este es el momento crítico del Programa Nuclear Argentino» – ¿Conclusión?

La PIAP de noche. Los neuquinos la llaman “el transatlántico”, porque es un manchón de luz en el mar oscuro de la estepa. Lo que no tienen es mayor idea de qué produce

(Lo que ya publicamos de este texto de Gabriel N. Barceló, ingeniero mecánico, doctor en física, ex-vicedirector de Ingeniería Nuclear en el Instituto Balseiro, y luego gerente a cargo de la «diplomacia nuclear» de la CNEA y Daniel E. Arias, periodista científico, está aquí y aquí. Y aquí hay una noticia de estos días, el despido de los trabajadores del CAREM, que ilustra el proceso de destrucción que informamos).

3. AGUA Y POLÍTICA PESADAS

La Planta Industrial de Agua Pesada (PIAP) de Arroyito, Neuquén pertenece 100% a la CNEA pero es operada por un “joint venture” llamado ENSI (Empresa Neuquina de Servicios de Ingeniería), cuyo capital se divide entre la CNEA (51%) y la provincia (49%).  Hasta 2015, ENSI mantuvo en la PIAP una dotación fija de aproximadamente 450 profesionales, técnicos y obreros calificados, amén de otras 600 contratados en servicios (transporte, comedor, limpieza, seguridad, guardia médica, etc).

Terminada la carga de Atucha II, en 2016 la PIAP debió haber entrado en mantenimientos preparatorios para su tarea siguiente: la carga inicial de Atucha III CANDU, 500 toneladas de agua pesada facturables a entre U$ 600 y U$ 800 millones en 4 años de producción. Luego seguiría la fabricación de 300 toneladas más para hacer stock de reposición para las dos Atuchas y Embalse, que pierden unas 30 toneladas/año por evaporación.

Pero la PIAP debía atender también la demanda de los reactores de investigación vendidos por INVAP en Egipto, Australia, Holanda y Arabia Saudita, amén del RA-10 que se construye en Ezeiza y el RBM brasileño: usan agua pesada no como refrigerante, sino exclusivamente como moderador, para aumentar la potencia térmica y el flujo de neutrones de sus núcleos. Pero sumando estas unidades más chicas que una central, el total de agua pesada a entregar iba llegando a 1000 toneladas, 6 años de operaciones al máximo rendimiento de la planta, sin contar al menos entre 1 y 2 años de paradas para reparaciones. En fin, trabajo en Arroyito no faltaba, y además estaba –sigue estando- el “boom” de demanda que causarán las centrales nucleoeléctricas “CANDU-like” de la India, país que no puede autoabastecerse.  Y al que desde 2016 estamos mandando las señales equivocadas.

Y es que al toque de asumir, este gobierno nacional detuvo toda tarea en la PIAP, descartó Atucha III CANDU en 2018 y desde entonces, con la indiferencia evidente del gobierno provincial, fue tratando de lograr que el personal calificado se fuera a dar servicios petrogasíferos en Vaca Muerta. Al menos 300 personas se niegan y hoy acampan en la ruta 223. Esta semana, tras tenerlos meses sin cobrar o haciéndolo en cuotas, ENSI les empezó a mandar telegramas. Como va la cosa, esto termina a palos o peor: Macri no quiere irse con los deberes sin cumplir. No exactamente con la patria, o al menos con ésta que tenemos. El Departamento de Estado hace décadas que se la tiene jurada a la PIAP.

Poner esa planta ahí costó dos generaciones de trabajo de centenares de físicos, químicos, ingenieros y metalurgistas de la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA), la Universidad Nacional del Litoral (UNL) y el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Fue una lucha llena de avances y retrocesos contra muchos opositores externos e internos, y de la cual el argentino de a pie no se enteró demasiado: los neuquinos no son una excepción. Aún sin retrocesos, esa lucha habría costado grandes recursos nacionales. Con retrocesos, ¿cómo medirlo? ¿U$ 1300 millones al momento de inauguración de la PIAP en 1994?

Como contraste con Pilca, nacida tan en secreto, la Argentina jamás ocultó su decisión de fabricar agua pesada desde los ‘50. Desde 1967 eso se tuvo que tomar en serio, visto que la CNEA estaba licitando su primera central nuclear de uranio natural, Atucha I.

Pero con pocos fabricantes mundiales, Atucha I y sus continuadoras eran vulnerables a un boicot de agua pesada. Y el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (EEUU, Rusia, el Reino Unido, Francia y China) prefiere que los países de desarrollo mediano no tengan fabricación propia de este líquido. Esas mismas superpotencias lo usan para “cocinar” plutonio 239 grado bomba en precarios reactores militares de uranio natural, llamados también “production facilities”, caracterizados por no producir electricidad.

Mucho trabajo calificado en la PIAP, pero no hay modo de que la política lo tenga “en el radar”.

¿Qué chances habría de que Argentina se “autorrobara” 10 o 15 toneladas de agua pesada para un reactor plutonígeno? Como cuenta el embajador Maximiliano Gregorio Cernadas, orgulloso ex miembro de la Dirección de Asuntos Nucleares y Desarme (DIGAN) de la Cancillería e historiador, el pacifismo fue una de las pocas decisiones sesentistas de la CNEA que no tuvo opositores internos o externos, y que se mantuvo a rajatablas hasta hoy. No es que seamos moralmente superiores a nadie. La CNEA cree que el mensaje más poderoso y menos costoso que emitió y debe seguir emitiendo la Argentina es “No tenemos la bomba porque no queremos, no porque no podamos”.

Robar agua pesada de la PIAP era imposible aún antes de que firmáramos el Tratado de No Proliferación (TNP) en 1995, e incluso antes de que creáramos el ABBAC (1987), otro sistema previo de controles recíprocos de materiales estratégicos con Brasil, avalado por el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA). La PIAP, por ser tecnología externa comprada bajo salvaguardias, estuvo desde su inauguración en 1994 bajo vigilancia de cámaras y otros sensores remotos monitoreados desde Viena, sede del OIEA, que además envía allí inspectores por sorpresa.

El tema es que las superpotencias armamentistas no quieren una economía mundial del agua pesada, punto. Y si por ello tienen que llevarse puestas algunas autonomías nacionales, “ése es el nombre del juego”. Contra el agua pesada, política pesada.

Por algo, aunque son 13 los países con capacidad de enriquecimiento, existe “el cartel del uranio enriquecido”: EEUU, el Reino Unido, Francia, Holanda y Rusia concentran el 90% de la producción del combustible “grado central” que usa a su vez el 89% de la flota de plantas nucleoeléctricas PWR y BWR del mundo. La función histórica del cartel ha sido imponer el uranio enriquecido como combustible universal, apretando de mil maneras al que no la acate e intente, como Canadá y sus 6 estados-cliente nucleares, la vía PHWR, de uranio natural y agua pesada.

Es una diplomacia de fuerza bruta que se ejerce en silencio no sólo contra los posibles compradores, sino incluso contra vecinos y aliados. Fue el caso de la República Federal Alemana, cuando SIEMENS, apalancada en la Argentina con ENACE, un “joint venture” con la CNEA, todavía intentaba vender en el Norte de África el Argos 360 MW, una derivación de Atucha 1 muy “pisteada” en seguridad. Esa potencia era óptima para redes eléctricas chicas, y aunque la Argos era una central más cara que las CANDU canadienses, ENACE no obligaba a ningún comprador a firmar el TNP: sólo le imponía las salvaguardias habituales del OIEA. Llegó el gobierno de Carlos Menem con instrucciones traducidas del inglés y disolvió ENACE, fin del problema.

Por esa misma época, los ’90, SIEMENS abandonó, junto con sus pretensiones de exportar Atuchas al 3er Mundo, toda su división nuclear: se la vendió a la sociedad estatal nuclear francesa AREVA. Hoy Alemania está por cerrar “definitivamente” sus últimas centrales en 2022, todas de uranio enriquecido. Las comillas significan dudas. Es que ante el caso de que el Lázaro nuclear resucite en Europa, SIEMENS se quedó con el 34% de las acciones de AREVA.

Una de las varias “pruebas de vida” del uranio natural: dos de las centrales CANDU 6 vendidas por Canadá a China en Qinshan, provincia de Zhejiang. China licenció la compra de otras 2 de mayor potencia, las AGR, también ofrecidas al Reino Unido.

Hay una decisión de terminar con la tecnología de uranio natural que unió larga y silenciosamente a enemigos irreductibles. Este acuerdo secreto entre Rusia y los EEUU viene desde tiempos soviéticos, atravesó el derrumbe de la URSS y en 2011 logró por fin la quiebra del único oferente en pie de centrales nucleoeléctricas de uranio natural, la AECL, o Atomic Energy Commission of Canada, Ltd.

El modo de dejar sin clientes a AECL no pudo ser más simple. Cuando la India ensayó sorpresivamente su primera bomba atómica, el 21 de mayo de 1974, EEUU le impuso a la empresa estatal canadiense (sic) que todo comprador futuro de una planta CANDU debía firmar el TNP. En un Tercer Mundo remiso a ponerle el gancho a un documento tan asimétrico, «el desarme de los desarmados», como lo llamó el embajador radical Julio César Carasales, la CANDU, por elegancia y simplicidad, siguió siendo la chica linda del barrio. Pero después de mayo de 1974, si te casabas con ella, ¡sorpresa!, te ibas a vivir con tu suegra. La ruptura de Argentina con la firma canadiense se originó en eso: ya empezada la construcción de Embalse, los «canucks», forzados visiblemente por su cancillería, forzada a su vez por el Departamento de Estado, nos venían de pronto con la historia de que sin TNP la central no se terminaba. Y la terminamos sin ellos.

Cuando AECL por fin quebró, al menos un par de cancillerías descorcharon el champagne de la venganza: AECL no sólo les había quitado clientes a la industria nuclear yanqui en el enorme mercado interno de Canadá sino también en Corea, Argentina, Pakistán y China. Y de paso, le había soplado la India y Rumania a la URSS, para asombro soviético.

Es más, antes de hacer quebrar a la AECL, “alguien” logró que este país cerrara su planta de agua pesada en Bruce, Ontario, 4 veces mayor que la PIAP en capacidad de producción. Esto nos dejó inesperadamente como primer proveedor mundial, lo que en la práctica significó que seríamos la víctima siguiente. Bruce, para el caso, fue chatarreada al toque del cierre, y eso en un país que tiene 18 centrales CANDU, varias de las cuales están destinadas a “extensión de vida útil” (30 años más en operaciones), y no sólo piden reposición constante sino cargas nuevas enteras. “Alguien” estaba manipulando la política y los medios canadienses en contra del interés nacional, tratando a Canadá, un país de alto índice de desarrollo humano y una potencia mediana, como a una república bananera.

EEUU, que jamás nos pudo vender una central, no quiere que exista el agua pesada como bien transable en el mundo, pero mucho menos aún que se fabrique en la a veces díscola Argentina. Por eso tanta presión secreta pero brutal contra la PIAP, y por eso también logró fácilmente que en 2018 Macri eliminara la CANDU de la oferta china de 2014 a Argentina, que era doble: una CANDU primero, y 2 años más tarde, la Hwalong-1 de enriquecido.

China tiene a la Hwalong-1 (literalmente, “Dragón Chino”) como proyecto de bandera. La usa para mostrar al mundo que dejó atrás su industria “todo por dos pesos” y se ha vuelto un país de tecnología fina. Una CANDU no le sirve para ello, por demasiado canadiense, de modo que en nuestro caso, la China National Nuclear Corporation (CNNC) sólo la incluyó en la “oferta paquete” para tentarnos. Cuando Macri y Gadano la dieron de baja, China no se hizo problema: se evitaba el costo de la carnada. Y además: ¿desde cuándo a los chinos les conviene que seamos tan independientes?

Las centrales de uranio enriquecido no son mejores que las de uranio natural. Pero vuelven dependiente al comprador y de paso, al abstenerse de agua pesada como insumo, “combaten el armamentismo”. Un slogan raro viniendo de países que, como EEUU, en 1985 tenía aproximadamente 31.000 armas nucleares, y que hoy, tras bajar a 6.500, está rompiendo unilateralmente pactos de desarme con Rusia para volver a renovar, complejizar y multiplicar su arsenal.

El camino argentino a la autoprovisión de agua pesada fue –y sigue siendo- durísimo. Con las superpotencias confabuladas en los ’70 para que no tuviéramos oferentes externos, primero hubo que construir una planta experimental de poca capacidad (3 toneladas/año) y tecnología propia. Fue la PEAP, que funcionó muy brevemente al lado de Atucha I, y cuyas colosales torres de acero indujeron a error a más de uno: era una unidad de demostración, no industrial.

Una vez que se vio que la PEAP funcionaba, el paso siguiente era levantar una segunda planta industrial de 80 toneladas/año con la misma tecnología de ácido sulfhídrico de la PEAP. Pero esta producción quedaría legalmente fuera de monitoreo para el OIEA, dado que sería 100% argentina y entonces no éramos firmantes del TNP. Eso legalmente la volvía libre de salvaguardias.  Ante la determinación de la CNEA de avanzar por esa vía, el boicot organizado se desmoronó y nos llovieron ofertas, incluso yanquis.

La Planta Experimental de Agua Pesada (PEAP) en Lima, prov. de Buenos Aires, con sus altas columnas de acero. Era 100% de tecnología CNEA. Una vez construida, con tal de que no la ampliáramos, nos cayeron ofertas por unidades industriales. Se chatarreó en los ’90.

Todo parecido con la historia del boicot de uranio enriquecido en 1978 y su facilidad de compra desde 1983, cuando se dio a conocer la planta piloto de Pilcaniyeu, estimado/a lector/a, ES DELIBERADO.

En 1980 se eligió la propuesta de Sulzer Brothers, de Suiza, cuyo proceso se basa en el amoníaco, en lugar de en el sulfhídrico. Es el origen de la planta actual que da, teóricamente, 200 toneladas/año. En realidad, fueron 180 en su mejor año.

A partir de 1982 la obra empezó a quedarse sin plata con poco avance, la Sulzer terminó yéndose con un portazo y la PIAP (con “I” de industrial) se terminó como casi todas nuestras obras nucleares setentistas: sin ayuda, a los ponchazos y tras mucho “stop and go”. La descomunal instalación entró, finalmente, en operaciones en 1994, muy contra la voluntad del entonces embajador de EEUU en Argentina, Terence Todman, del presidente Carlos Menem y su ministro estrella, Domingo Cavallo. Las caras de estos dos últimos personajes durante la ceremonia de inauguración auguran tempestades.

La imagen de la PIAP, rodeada de pura nada, la muestra como una especie de implante extraterrestre en una economía básicamente primaria (la neuquina). Esto explica que se pueda ser legislador provincial y creer que en Arroyito se hace radioterapia, o se genera electricidad. Esta discontinuidad económica, política y cultural de la PIAP con la provincia hoy facilita su cierre por este gobierno nacional. Y qué decir de sus antecesores, los de Carlos Menem y Fernando De la Rúa, aquellos próceres del desarrollo independiente…

¿Y qué pierden los gobernadores neuquinos con los cierres? Políticamente, poco. Piquetes en las rutas, tal vez palos y gases, quizás balas, como las hubo en la represión de las puebladas de Cutral-Co. Nada que no haya sucedido demasiadas veces, pero sin cambiar jamás un dato básico: a fuerza de petróleo y gas, Neuquén tiene, aunque cada vez menos, el último miniestado de bienestar de la Argentina. Eso le dio décadas de primacía asegurada al Movimiento Popular Neuquino (MPN) salvo que se acaben los hidrocarburos o su precio se derrumbe. Excepción a esta regla: Cutral-Co, por causas obvias. Pero si este partido no tiene en su radar a la CNEA, es porque tal vez ésta hizo un error en no enraizarse más en Neuquén, y darle una chance de ser más que un emirato con elecciones.

Lo que la Argentina debe saber es que si la PIAP efectivamente se cierra y el gobierno firma “en crudo” el Protocolo Adicional del TNP, nuestro desarrollo atómico independiente queda congelado. No habrá próximas carreras ni centrales nucleares, ni plan B para una provincia que parece haber agotado sus formaciones geológicas hidrocarburíferas convencionales, y que hoy apuesta todo su porvenir a una tecnología tan incierta como el “fracking” de esquistos.

1000 MW nucleares en Neuquén generarían al menos 7000 puestos de trabajo en la etapa de construcción y montaje, y luego 60 años de ocupación fija para miles de profesionales y técnicos operadores, a salvo de los vaivenes del petróleo. Además, sumarían a las ventas de electricidad provincial. Y por último, evitarían la combustión de 1.600 millones de m3/año de gas natural y posibilitarían su exportación sin agravar el desabastecimiento interno.

Si nos preguntan, lectores, adónde querríamos el próximo instituto universitario avanzado como el Balseiro, el Dan Beninson o el Sábato, y sobre todo la próxima central CANDU y la próxima CAREM, ya saben. Y si nos preguntan qué compromiso querríamos del próximo gobierno nacional, es la defensa del enriquecimiento de uranio y la fabricación de agua pesada. Son tecnologías que no nos vendió nadie, que tuvimos que reinventar aquí como quien reinventa la rueda, y que nos han dado y pueden dar independencia, prestigio, energía, industria, empleo, comercio y política exterior.