La opción que proponen: levantar la cuarentena y aislar los grupos de riesgo. Argumentos y falacias

El «aislamiento social» obligatorio -la medida que adoptaron los gobiernos de la mayoría de los países, con mayor o menor rigor, para enfrentar las fases iniciales de la pandemia del nuevo coronavirus, y que vuelven a aplicar cuando aparecen rebrotes- es, si se piensa, una decisión asombrosa. Es asombroso que se tome y que se cumpla, con mayor o menor rigor.

Miremos en casa: ¿si nos decían 5 meses atrás que en Argentina, país poco famoso por la disciplina y el respeto a los reglamentos, el gobierno iba a disponer el arresto domiciliario de la mayoría de sus habitantes, que además la mayoría de estos lo iba a cumplir, y que como consecuencia el gobierno subiría en las encuestas, lo habríamos creído? Y esto pasó en muchos lados, eh: la volcánica España, la expansiva Italia, la frígida Noruega…

Tal vez jugó a favor de este tipo de medidas el hecho que los gobernantes que se pusieron públicamente en contra -Trump, Bolsonaro, Berdimuhamedow, … no tienen buena prensa fuera de sus países. Boris Johnson es un caso especial. Al comienzo, también estaba contra la cuarentena obligatoria. Hasta que contagió él, y se convirtió. Como sea, los números de muertes en EE.UU. y en Brasil (en Turkmenistán no se sabe), parecen argumentos bastantes definitivos.

Pero las medidas más rígidas de aislamiento social son esfuerzos gigantescos que se pueden sostener por algún tiempo, no indefinidamente. En el Área Metropolitana vamos para 2 meses, y surgen, inevitables, las preguntas: ¿cómo sigue? ¿cómo se sale?

Ayer leía en un diario de gran circulación un argumento bien articulado contra el «aislamiento social» generalizado. Lo comparto para refutarlo (siempre trato que mis lectores sepan de entrada lo que pienso; una excentricidad mía).

«Cada uno es libre de interpretar el riesgo como quiera. Si una persona de 45 años con tres hijos pequeños cree que se debe seguir con los confinamientos hasta que se venza al virus, pese a haber perdido su trabajo y a tener pocas posibilidades de recuperarlo, muy bien. Si una persona de 20 años contempla la perspectiva de una vida mucho más pobre que la de sus padres o abuelos con resignación cristiana, muy bien también. Incluso admirable. Sus sacrificios en la tierra serán recompensados, si hay suerte, en el cielo.

El sentido común diría, sin embargo, que la ansiedad que el virus genera en la gente debería ser más o menos proporcional a los riesgos reales. Al padre o madre de familia de 45 años y al joven o a la joven de 20 se les podría pasar los siguientes datos, cortesía de la Oficina Nacional de Estadísticas del Reino Unido, el país europeo que ha sufrido el mayor número de muertes hasta la fecha.

De los 10 millones de niños de menos de 15 años en Reino Unido, dos se han muerto del virus. De los 17 millones de menos de 25 años, se han muerto 26.

… Otro dato que la persona de 45 años con hijos que ha perdido su trabajo podría añadir a sus cálculos: el 88% de las víctimas mortales del virus en el Reino Unido han sido mayores de 65 años.

Cabe pensar que la información británica no es una aberración, que corresponde ─con pocas variaciones─ a lo que ocurre en el resto del mundo. Todos estos datos no se conocían hace un par de meses cuando medio mundo optó por encerrarse en casa. Es comprensible que los gobiernos hubiesen respondido con un cierto pánico. Viene el lobo: vamos a escondernos todos en el sótano. La cuestión es qué estrategia seguir de ahora en adelante, especialmente si es verdad, como ha dicho la OMS esta semana, que tardaremos cuatro o cinco años en controlar el virus.

¿Cuál podría ser el Plan B? Al padre o madre de familia de 45 y al joven o la joven de 20 se les podría excluir del confinamiento y permitirles que sigan con sus vidas como antes. La condición sería que se alejaran de sus padres o abuelos, que gozarían de la máxima prioridad sanitaria pero serían los que tendrían que pagar el pato del confinamiento. Aunque, si los hospitales aguantan, se les podría dar la opción a los mayores de no confinarse; que ellos ─y no los gobiernos─ juzguen si evitar la muerte es más importante que vivir la vida

El texto es de John Carlin, un periodista ameno. No es médico sanitarista con formación en epidemiología, como yo tampoco. Sus argumentos, y los míos, deben evaluarse por sí mismos, no con criterio de autoridad.

Por mi parte, encuentro que lo que dice es cierto, aunque propagandístico (no incluí la parte donde habla de «la oscuridad del confinamiento«; Carlin debía estar pensando en la mazmorra del Conde de Montecristo). Pero Carlin incorpora dos falacias muy grandes.

Una es que es posible aislar a los «grupos de riesgo» del resto de la sociedad. Se apoya, este argumento de Carlin, en una forma de vida muy extendida en los sectores medios en Europa, Norteamérica, y entre nosotros también, cómo no. Son esos mayores que viven aparte de sus hijos y nietos, cuando los hay. Pero existe un problema que rompe esta imagen: la falta de viviendas, también muy extendida en los sectores medios, y más aún en los de abajo. ¿Cómo se «aísla» entonces a los mayores de 65? ¿Se los confina en geriátricos? No parece ser una solución muy segura, por lo que vemos.

(Dejo de lado el dato que en la sociedad moderna, con buenas expectativas de vida, entre los presidentes, ministros, gobernadores, ejecutivos y dueños de periódicos hay una proporción muy alta de mayores de 65. Tal vez sería bueno aislarlos, para dar oportunidad a los jóvenes, pero lo veo difícil).

No. Esta primera falacia ignora que un factor de riesgo importante, para el COVID-19 y para todas las enfermedades, es la pobreza. La falta de agua potable, de viviendas sanas, de acceso a la medicina moderna aumentan el riesgo en todas las dolencias. En el caso del nuevo coronavirus, cuya letalidad es muy particular, hace más graves esa cosa que los médicos llaman «comorbilidades», y que son las que provocan la muerte en la mayoría de los casos. ¿Cómo se aísla la pobreza, si son los pobres quienes tienen que trabajar?

La falacia más básica, sin embargo, está incluida en esa frase que se incluye en el «plan B» para dar una opción a los mayores que quieren vivir libres «si los hospitales aguantan«. ¡Si el único sentido de la cuarentena, del aislamiento social, algo que se le escapa a Carlin, es dar una chance para que los hospitales aguanten! El coronavirus contagia demasiado rápido, hasta para el sistema de salud inglés, que es bueno. En los países pobres, o que no dan prioridad a la salud pública…

Y es que no existe, ni puede existir, un aislamiento social completo. De entrada, es obvio que se debe dejar afuera a los que distribuyen alimentos, al personal de salud, al de seguridad… Y ellos también se contagian y transmiten.

Las medidas que dispuso nuestro gobierno -como las de todos los otros que apostaron al aislamiento- demoran los contagios, son para un plazo más o menos corto, y van perdiendo eficacia a medida que transcurre el tiempo. Los gobernantes no pueden ignorarlo; cualquiera puede ver en las calles de Buenos Aires más gente que hace un mes.

Discutir estas falacias sirve, en mi opinión, para entender mejor el problema que afrontamos: a pesar de los gritos de dolor de los empresarios -otra costumbre muy instalada entre nosotros- el perjuicio más grande de la cuarentena no lo sufre la economía en su conjunto –el consumo de electricidad de los grandes usuarios ya es ahora el 70% del previo a las medidas. Y los trabajadores del agro estuvieron exceptuados de la cuarentena desde el comienzo.

El perjuicio más grave es para los individuos y familias que no pueden trabajar. Entre los cuales se cuentan, cierto, la mayoría de los empresarios PyMES, así como los cuentapropistas en general y quienes viven «de changas». El Estado está tratando de ayudarlos: debe hacerlo mejor que hasta ahora.

Y debemos prepararnos para un tiempo más largo -meses, o años- donde la mayor parte de la actividad productiva se haya reiniciado, y el aislamiento deba continuar, más imperfecto -es inevitable- que hoy. Las experiencias que ya comenzaron en las provincias nos mostrarán -con aciertos, y algún brote de contagios- lo que tendrá que hacerse en el Área Metropolitana. Una ironía: el «mostrador de Dios» seguirá siendo por un rato largo el lugar más peligroso.

A. B. F.