(La primera parte de este artículo está aquí; la segunda, aquí; y la tercera, aquí)
- Recuerdos del futuro
En 2018 el Ministerio de Salud dirigido por Adolfo Rubinstein abandonó la vacunación contra el sarampión: es importada y la orden del presidente era ahorrar dólares.
En rigor, aunque a la industria farmacológica nacional el negocio de “la Triple Viral” (sarampión, rubéola, paperas) no la entusiasma en absoluto, ese cóctel de vacunas se podría fabricar sin problemas en varios de los laboratorios públicos. Por caso, el ANLIS Malbrán, como dice a AgendAR la Dra. Celia Mohadeb. Es una biotecnóloga con credenciales: en los ’50 y ’60 libró desde el Malbrán –y con razonable éxito- la guerra contra la Fiebre Hemorrágica Argentina junto al Dr. Julio Maiztegui.
Pero durante el gobierno del PRO, evitar una importación tecnológica en favor de la salud pública y usando instalaciones del estado habría sido anatema triple. No así dejar inatendida la virosis más contagiosa que conocemos.
El sarampión, cuyo regreso debemos al gobierno anterior, es una respiratoria viral muy distinta del Covid-19, pero con ciertos parecidos: el Morbillivirus del sarampión tiene genes de ARN, como el coronavirus SARS CoV2, la vía contagio principal de ambos es la aspiración de aerosoles emitidos por un enfermo y la contagiosidad de una y otra virosis es asombrosa. Pero la letalidad del sarampión sobrepasa a la del Covid-19, y por mucho.
Esto podrá parecerle raro, lector/a. Los medios, en su recuerdo y el mío, raramente se han ocupado del sarampión. Y es que antes de la vacuna esa enfermedad formaba parte inevitable del paisaje infectológico, como la lluvia lo es del paisaje meteorológico de Ushuaia. Uno puede estar en contra de la lluvia, pero ¿y con eso? ¿Da para título de tapa: “Ayer llovió”? No.
Cuando el sarampión no tenía vacuna, estaba matando 2,5 millones de chicos por año. También algunos adultos. Foto de Medicine Net.
En el mundo y cuando no existía la vacuna MMR o “triple viral”, el sarampión estaba matando 2,4 millones de personas/año, en general pibes. Y no salían en tapa, como tampoco la lluvia en Ushuaia.
El sarampión, terrible como era, nunca paró el planeta. Aunque incluso hoy el 70% de los chicos en todo el mundo están vacunados, el virus sigue ahí, muerto de risa. No logramos barrerlo de la biosfera porque habría que llegar quizás a un 80 o 90% de inoculación universal altísima para irlo extinguiendo por “inmunidad de manada”, situación en la que un contagiado no logra pasarle la enfermedad a nadie, porque a su alrededor están todos vacunados.
A fecha de hoy, esto sólo se logró en 1980 con la viruela, mérito de una OMS muy motivada, poderosa en medios económicos y distinta de la actual. Hace medio siglo que la OMS está a punto de hacer lo mismo con la polio, eliminar el poliovirus de la biosfera, pero sin resultados exhaustivos, y no por culpa de la agencia.
Por ahora, las guerrillas integristas de Boko Haram en África Central y los talibanes en la frontera de Pakistán con Afganistán matan sistemáticamente a los vacunadores. Los consideran portadores de fórmulas diabólicas para causar esterilidad futura entre chicos, e impedir así el nacimiento de la próxima generación de soldados al servicio del Islam.
El virus del sarampión es más atacable, porque carece de la integridad estructural de los poliovirus en el medio ambiente. Y además es puramente humano: no tiene reservorios animales. Y pese a todo eso y a la vacuna MMR, en años duros como 2002 el sarampión circula a torrentes, en parte porque hay gente linda New Age antivacunas que se niega a vacunar a sus chicos, convencida desde 1988 de que las vacunas causan autismo.
Los talibanes son menos dañinos. Aquel año el sarampión llegó a matar a unos 600.000 bebés en todo el mundo, y un número mucho mayor quedaron sordos, ciegos o con secuelas neurológicas graves para el resto de la zafra. Si tuviste sarampión de grande, lector/a, sabés que te pasa por encima como una tren. Y claro que sí, puede matarte.
En cambio el Covid-19 es imposible de barrer del mundo por mérito más bien propio: es una zoonosis reciente que no conoce fronteras entre especies. Infecta indiferentemente a animales domésticos y de cría, desde visones a cerdos. Podemos exterminar a todos esos animales y vivir sin estolas ni jamón, pero el reservorio más inexpugnable del SARS CoV2 es la misma fauna salvaje desde la cual aparentemente nos llegó silenciosamente: básicamente murciélagos, y civetas de diversos géneros y especies. Y la lista quizás sigue.
De modo que aún si logramos borrar un tiempo al SARS CoV2 del mundo humano, volverá, quizás con otros genes, otros antígenos, otros síntomas y otro nombre, pero volverá, porque las zoonosis no son muy manejables. Para el caso, es lo mismo que sucede con los virus gripales A: vuelven.
Hay invitados que se niegan a irse. El virus del sarampión había sido laboriosamente eliminado de nuestro país a pura jeringa en 2000, pero volvió al toque de de que se interrumpiera la vacunación oficial. En 2019 se enfermaron 179 personas y murió al menos un chico. Con la contagiosidad sensacional de este virus, tolerar un foco en el país sería como dejar un pucho prendido en el suelo de un polvorín.
En agosto de 2020, a fuerza de nueva vacunación (importada), al sarampión se lo volvió a rajar del país, mérito del Ministerio de Salud. Hoy daría mucho trabajo vacunatorio echarlo apalancándose en el aparato educativo, aquel viejo bastión de la salud pública infantil, porque en los establecimientos privados no hay una adhesión fanática a negarle el acceso a clase a un alumno cuyos padres quizás son antivacunas o simplemente olvidadizos, pero pagan, puntuales, la cuota. Es una lástima porque este Morbillivirus tiene una debilidad explotable: es poco mutagénico: la fórmula vacunal de hace 10 o 20 años es igual a la de hoy.
Aún así, entendámonos: por el colador de nuestros aeropuertos, el virus del sarampión vuelve fácil, a bordo del primer turista que llega desde las decenas de países con alta circulación comunitaria, es decir los que no vacunan, o lo hacen con poco fanatismo. Y se queda, especialmente si al Ministro de Salud de turno en Argentina le da por ahorrar en salud pública y el presidente es además un poco New Age y no cree mucho vacunas.
¿Qué cantidad de población tiene que vacunarse para generar “inmunidad de rebaño” contra el SARS CoV2, es decir para que un contagiado no pueda contagiar a nadie más? Los prudentes ponen un piso alto, arriba del 70%. Anthony Fauci, el infectólogo que dirige el NIAID (National Institute of Allergy and Infectious Diseases) de los EEUU, lo fija aún más arriba: habla del 85%.
De modo que, chamigo lector, olvídese de olvidarse del Covid-19. Más bien téngalo bien presente, porque no habrá plata que permita darle el olivo. Para recuperar el pleno uso del país y de la vida tenemos que ir pasando rápido de un 2,2% de argentinos vacunados con una dosis –la impresentable cifra de hoy- a cualquier número superior al 70%, ignoro si tanto como dice Fauci, y quedarnos ahí sin bajar jamás la guardia. No es la tarea del momento. Es la de nuestras vidas, y seguirá.
Habrá 41 vacunatorios en CABA, pero mientras falten vacunas, la pesadilla de todo boquense será que lo vacunen en River
¿Nos puede ayudar a ello fabricar aquí la Sputnik-V? Se hará en la planta que pondrán en Pilar laboratorios Richmond y Heterogametica Lab, un productor de genéricos indio que trabaja con el Fondo Ruso de Inversión Directa. La inversión necesaria es de entre U$ 70 y 100 millones, dice Richmond, y la unidad podría inaugurarse en un año.
Es un notición. Porque, dicho de nuevo, la vacuna rusa es muy efectiva. Es la más inteligente, por diseño, entre las decenas de plataformas que usan “carriers” adenovirales modificados. Otra muy buena noticia fue la aprobación de la vacuna de Janssen, división holandesa de Johnson y Johnson por la FDA y trascartón por el ANMAT. Es otra fórmula también inteligente: aunque parece idéntica a todas las plataformas basadas en un carrier adenoviral, es tan potente que inmuniza con una sola dosis.
Y como la información génica que forma «el alma» de la plataforma de Janssen está codificada en ADN y no en frágil ARN, soporta sin degradarse una distribución a entre 2 y 8 grados sobre cero, prácticamente la de un delivery de heladería. Amén de lo cual Merck, otra considerable Big Pharma, fracasó en desarrollar una fórmula propia de modo que acaba de asociarse a Johnson y Johnson para co-producir Esto va perfilando una terna: la vacuna rusa, la Oxford y esta recién aprobada de J & J son realmente la mejor esperanza de vacunación del mundo pobre.
Sólo que como el SARS CoV2 es bastante más mutagénico que el virus del sarampión, en los años venideros probablemente necesitaremos ir importando nuevas vacunas, como hacemos cada año con las antigripales. Eventualmente no es imposible que debamos hacerle retoques a la Sputnik para conservar su efectividad. Gratis no será.
En cuanto a apropiarse de la Oxford que sale de mAbxience, implicaría líos con AstraZeneca, el grupo Elea, Carlos Slim, el gobierno mexicano y la oposición. Es difícil que Alberto Fernández se atreva a algo así antes que la Unión Europea haga lo propio con la Oxford producida en Bélgica, que se va toda a Gran Bretaña (Ojo, esto ya empezó: Italia bloqueó un cargamento fabricado en su propio territorio que iba para Australia).
Con ayuda del Ministerio de Ciencia pero, todavía, sin ninguna del Ministerio de Salud, aquí se desarrollaron fórmulas en las Universidades Nacionales de San Martín y del Litoral. Cruzaron con éxito los ensayos preclínicos. Pero ahora hay que gastar plata en serio en hacerlas cruzar los estudios de fase con humanos y, si son buenas, licenciarlas. Y terminar definitivamente con dependencias externas, con la angurria de las multinacionales y con sus largas y absurdas cadenas de valor.
Si con todo lo anterior no te convencí, lector/a, de que necesitamos fabricar vacunas argentinas contra el Covid-19 en Argentina, con tecnología patentada como argentina y pagándolas en plata argentina, estuve varios días trabajando al cuete.
Daniel E. Arias