En las PASO se empezó a elegir el gobierno que aplicará un plan antiinflacionario en nuestro país

Esto que estoy escribiendo es un eco, con pocos cambios en fechas y algunos números, de otras notas que publiqué he publicado. Que a su vez se referían a escritos anteriores, míos y de otros. Por ejemplo, aquí, aquí, aquí

Es apropiado que sea así, porque la inflación argentina es también una larga repetición de políticas -muchas veces contradictorias- y de argumentos. Aquí actualizo, un poco, y resumo, un texto que escribí el 21 de julio del año pasado, el último mes A. M. (antes de Massa):

Primero: la hipótesis que maneja el ministerio de Economía -que estas rachas de alza del «blue», el dólar ilegal, están fogoneadas, es razonable. Y probable. Es un mercado muy chico, además de clandestino. Con unos pocos millones de dólares -mucho menos de lo que cuesta una campaña nacional- se mueve. Si el Central no tiene reservas disponibles para controlarlo.

Pero ese no es el problema que tiene el gobierno. No es el que tiene la Argentina. El hecho es que la gran diferencia entre el(los) tipo(s) de cambio oficial(es) y el precio que tanto especuladores como ahorristas están dispuestos a pagar por el billete estadounidense crea expectativas de megadevaluación. Además, esa perspectiva de un aumento brusco de la cotización desalienta la liquidación de exportaciones y estimula el anticipo de importaciones.

¿Les suena la frase «festival de importaciones»? La había usado hace un año la vicepresidenta. Y hay razones estructurales para ese festival. En las cosechas del verano 2021/22, cuando la sequía todavía no había impactado sobre las exportaciones, los precios globales de las commodities que exportamos estaban, en promedio, entre los más altos de la historia reciente, y también los volúmenes exportados. Las liquidaciones de las divisas por los exportadores acompañaban ese crecimiento. Pero las reservas del Banco Central no crecían, y faltaban divisas para las importaciones necesarias.

¿Y por qué son necesarias? Esta lista también fue confeccionada hace un año, y los ejemplos son arbitrarios. Pero era y es válida para ilustrar la necesidad de importar para mantener en marcha la economía argentina:

  • Siete de cada diez autopartes que se utilizan para la producción local de autos terminados vienen del exterior.
  • Un 55% de las drogas que tienen como insumo las farmacéuticas locales para la producción de remedios es importado.
  • El 90% de los celulares y LCDs que se ensamblan en Tierra del Fuego cuentan con tecnología extranjera.
  • Los tubos de acero sin costura que fabrica Techint para exportar al mundo necesitan del mineral de hierro importado.
  • Cabrales requiere de los granos de café y Arcor del cacao para sus chocolates. Ninguno tiene sustitución local.
  • Seis de cada diez insumos que se importan no tienen un proveedor local que pueda abastecerlos, según la Cámara de Importadores de la República Argentina (CIRA).
  • Nueve de cada diez empresas grandes utilizan al menos un insumo importado y el 67% de las pymes requieren de un proveedor externo porque no tienen alguien que localmente pueda abastecerlos.

Así, en mayo del año pasado las importaciones llegaron a casi 9 mil millones de dólares. Este año, donde ahora sí muerde el impacto de la sequía más larga registrada en nuestro país, ¿es de extrañar que el gobierno deba apretar cada vez más fuerte el «cepo» a las importaciones que Macri debió comenzar a aplicar en 2019?

En una situación de desequilibrio como ésta, que no es nueva ni especial en la historia argentina -ni en la de casi todos los países, si vamos al caso- hay una solución habitual en el sistema capitalista (en la versión estadounidense, la china, la turca, la…): devaluar la moneda local. Eso desalienta las importaciones y estimula las exportaciones. (China usó mucho la subvaluación del yuan, y EE.UU. se quejaba. Turquía la está usando en estos días).

Pero Argentina no puede usarla. Porque ya el peso argentino se está licuando. Hay una obviedad que debemos recordar: El dólar no sube, es el peso que baja.

Por eso el gobierno no puede devaluar, en el sentido en que se usa como herramienta económica. Porque la inflación está constantemente «corriendo el arco». Un dólar a $ 600, que hoy se percibe como alto y lo es, en unos meses parecerá, será «barato». Como dije, esta historia ya la vivimos los argentinos, entre 1958 y 1991. Supongo que Cristina Kirchner la tenía en mente, cuando recomendó a Alberto Fernández leer «Diario de una temporada en el quinto piso» de Juan Carlos Torre, la historia del derrumbe del gobierno de Alfonsín.

La «solución» que se aplicó entonces -la convertibilidad- no dejó buenos recuerdos para una mayoría de los argentinos. Pero está claro que no es la única solución posible: muchos países han aplicado diferentes políticas para controlar la inflación, desde Brasil a Israel, en estas últimas cuatro décadas. Distintas versiones de planes antiinflacionarios. (Antes en Argentina en 1952, para el caso).

Ninguna versión es indolora ni brinda resultados rápidos. En un país con altísima inflación, como el nuestro, hasta hay sectores importantes de la economía -como la comercialización- que se han adaptado y obtienen sus utilidades en ese marco. Y los perjudicados por el aumento de precios -la inmensa mayoría de la población- exigen que se recompongan sus ingresos.

Entonces, un plan antiinflacionario en serio se puede aplicar cuando derrotar la inflación se convierte en la prioridad absoluta de casi todos los sectores sociales. Como sucedió aquí después de la segunda hiper de Menem La cuestión, entonces, es cuándo se llega a este punto. Está claro que hace un año las dirigencias evaluaban que las mayorías sociales -y buena parte de los grupos económicos- no estaban dispuestas a soportar los costos de un plan antiinflacionario. Y probablemente tenían razón (muchos piensan que es necesario ajustar… a los otros) ¿Lo están ahora? Si no, en mi opinión ese momento no tardará mucho. Nada desordena tanto la vida de tantos como el aumento continuo de los precios que estamos viviendo.

Eso sí, el reclamo profundo es detener la inflación enloquecida, no prometer que se hará. Las medidas de un plan antiinflacionarios no figuran, ni deben figurar, en las campañas electorales. Salvo quienes están muy lejos de la posibilidad de gobernar pueden agitar fantasías como la dolarización. Para que sus votantes se imaginen que van a ganar lo mismo, pero en dólares, no en pesos.

Si esto es así, lo que se empieza a elegir este domingo y finalizará en octubre, noviembre, es quienes deberán soportar los costos de moderar la inflación y en qué proporción.

Algo a tomar en cuenta: las consecuencias no deberían sufrirlas los más pobres. No por razones de humanidad, sino técnicas. Sus consumos básicos demandan un porcentaje mucho menor de importaciones que las de los sectores medios y altos. Por algo, todos los planes del FMI -no una institución humanitaria, por cierto- insisten en salvaguardias para los más vulnerables.

Eso presenta un problema político para cualquier gobierno. Porque son los sectores altos, y los medios -mucho más numerosos- los que gritan más fuerte. Cavallo no se ve forzado a renunciar en 2001 por los que gritaban en la Plaza de Mayo por el desempleo y la pobreza, que venían de mucho antes. Se va cuando son sus vecinos en Avenida del Libertador los que estaban pateando la puerta de su departamento.

Resumo y repito: si estoy en lo cierto, lo que se vota este domingo, y en octubre y noviembre, es quiénes decidirán el reparto de los costos. Quienes lo hagan -no será una sola persona, sino muchas en distintas posiciones de poder- deberán sumar inteligencia, decisión, «muñeca» y humanidad, o los costos serán mucho mayores de lo necesario. Como han sido otras veces. Conviene elegir bien.

Abel B. Fernández