(La primera parte de este artículo está aquí; la segunda, aquí)
- Dos ramas significa números claros
En los tres primeros estudios (el coordinado por el Italiano, el del Hospital Militar y el del CEMIC) los enfermos con Covid-19 se distribuyen al azar en dos ramas: el grupo que recibe plasmas reales y el grupo de control, al que se suministra algún placebo difícil de diferenciar del plasma.
Los enfermos participan con consentimiento informado y firmado (por ellos, si están conscientes, o por sus familiares, en caso contrario). Como sea, quien pone la firma sabe de las chances de caer en una rama u otra por sorteo.
Para ir a fondo con la prolijidad, hay doble enmascaramiento. Así como el enfermo ignora si le inyectaron plasma o una solución salina, eso corre también para los médicos tratantes. La información es accesible a todos sólo a fecha de término. Si en alguno de las revisiones intermedias a cargo de los supervisores surge que el desempeño de la rama que recibe verdaderos plasmas es significativamente mejor que el del grupo control, el Comité de Ética lo interrumpe, y ambas ramas se unifican: plasmas para todos los participantes. En tales casos también se descorcha champagne, al menos en las películas.
Pero como la biología no es Netflix, si las diferencias son casi nulas, el estudio sigue hasta la fecha prevista de conclusión, para refinar los números. En el Covid-19 el desenlace (mejoría o muerte) suele ser relativamente rápido (ojo, empiezan a aparecer excepciones, y todavía son raras). Por ello, todos estos estudios durarán apenas meses, algo poco habitual en la investigación clínica.
Este complejo sistema se llama indistintamente “aleatorizado”, o “a doble ciego” o simplemente “controlado” y permite filtrar de los resultados el efecto psicológico que causa cualquier posible “game changer”. Y es que la esperanza también cura: en este caso, la hay en iguales dosis para ambas ramas, aunque diluída en una dosis equivalente de incertidumbre: ningún participante sabe si recibió plasma o una solución salina.
Afirmado y firmado: los plasmas han sido, “ab initio”, recursos de crisis a falta de mejores terapias. Y si no están formulados como medicamentos, resultan demasiado primitivos como para fundar buenos experimentos: la respuesta de anticuerpos de Pepe es individual, jamás idéntica a la de Pancho, aunque ambos se hayan enfermado del mismo virus.
La formulación de los plasmas a estado final de medicamento homogéno en cuanto a tipo y concentración de anticuerpos se obtiene “pooleando” sangre de decenas y preferiblemente centenares de curados. La pureza y concentración idénticas en cada dosis dependen de sucesivos y laboriosos procesos de filtrado en múltiples columnas. Todo esto es mucho más trabajoso, artesanal y caro que la vieja farmacología de síntesis química de moléculas.
Pero si uno tiene tiempo y recursos, la sangre es sólo una materia prima difícil de conseguir, y el producto final, un medicamento tan predecible como una aspirina. En este caso es un líquido transparente amarillento en una ampollita o bolsita, pero cada una contiene los mismos anticuerpos y en la misma concentración invariable, preferiblemente muy alta. Sólo así puede el uso de la primer ampolla y de la número 100.000 dar resultados comparables.
El doble ciego es casi imposible de obviar porque los plasmas hicieron enorme diferencia en algunas enfermedades virales emergentes: fue el caso inolvidable – y ya mencionado- de la fiebre hemorrágica argentina, identificada en 1958. Pero en otras virosis recientes (como el Ebola, descubierto en 1976 en África Subsahariana) o el SARS (2003), no sirvieron de nada. Y los resultados de su uso en virosis respiratorias recientes a coronavirus, como el SARS y el MERS, son inconcluyentes.
Cuanto mayor es el grupo de pacientes y más prolongado es un estudio controlado, más fiables son los resultados y más factibles de devenir en herramientas de decisión de la salud pública.
El Dr. Fernando Polack cree que la principal víctima del Covid es el rigor científico.
Aunque las conclusiones resulten sorpresivas y más bien deprimentes (el caso del Ebola), una vez publicadas es difícil desacatarlas hasta que no surja otro estudio equivalente en tamaño, duración y calidad que así lo aconseje. Los estudios controlados hacen la diferencia entre la medicina basada en la evidencia y el “me parece”.
Lo único mejor que un estudio controlado es un estudio controlado GRANDE. Y lo único mejor que un estudio controlado grande es uno que además logró sobrevivir al examen despiadado de un comité de referato formado por pares de quienes firman. Y lo único mejor que eso, es que los pares estén en distintos países, de modo que en su decisión no prime el interés personal o nacional. Esto es lo que sucede en un mundo perfecto.
En el mundo real y en el caos de la pandemia, la realidad es otra, como dice nuestro virólogo Fernando Polack aquí.
Los estudios controlados se vuelven especialmente informativos cuando su tamaño permite que las dos ramas estén además divididas en subgrupos por dosis recibida, sexo, edad, ocupación, estado clínico y otras subcategorías. En un “trial” prolijo, se estandariza hasta el grado de respuesta clínica. Es el caso del testeo de plasma equino de Immunova, donde se considera una escala objetiva de 8 grados de compromiso clínico, y sólo se habla de efecto curativo si el paciente asciende al menos 2 escalones.
Hay que llegar a cifras duras e incontrovertibles. Puede parecer que estamos hablando de números y no de personas, pero son números que cuantifican con objetividad nuestra capacidad de salvar –o no- a las personas con tales o cuales medios. Sin estos números, la medicina se vuelve brujería sofisticada, y la salud pública, un barco a la deriva de las corrientes de opinión.
Como resulta evidente, un experimento controlado multicéntrico de gran tamaño, en muchos hospitales y con varias subcategorías resulta complejo de coordinar y caro de organizar. Y máxime en un país gigante, de 2,8 millones de km2: ¿cómo hacer para que un suero en la Quiaca y otro en Ushuaia sean idénticos?
En la otra punta del arco de credibilidad están los estudios “no controlados” u “observacionales”, en que se toman algunos, o centenares o incluso miles de casos antes y después de tal o cual abordaje. El exceso de este tipo de estudios ha sido el talón de Aquiles de la Clínica Mayo, el NIH y la FDA para poner esas cifras en valor como base de una política de salud.
Es de sentido común que si los pacientes tienden a curarse, el remedio (sea el que sea) está funcionando y debe ser bueno. ¿Pero en qué medida se curaron? ¿Con cuáles dosis? ¿Comparando contra qué otro abordaje? ¿Para qué estadíos de la enfermedad fue eficaz la nueva terapia y en cuáles no? ¿Y para qué tipo de pacientes funcionó, según edad, ocupación, estado clínico, etc?
Del mismo modo en que algunos contadores “cocinan” los números para disminuir el “tamaño fiscal” de sus clientes, en el caso del EUA de plasmas, la FDA dibujó a lo bestia los datos de 70.000 pacientes estadounidenses que recibieron este tipo de terapia para que las cifras salieran brillantes. Concretamente, la FDA tomó un segmento rarísimo de pacientes: menores de 80 libres de respirador, y receptores de plasmas de alta concentración en anticuerpos activos a sólo 3 días de diagnosticados. Todos los demás, excluídos de la muestra.
Los cuándos y los cuántos son preguntas críticas. Pongamos por caso la dexametasona, la mejor droga entre las muchas probadas y descartadas en lo que va de la pandemia. Dásela antes de tiempo a alguien recién contagiado de Covid-19 y le deprimís la inmunidad con la que podría ganar los primeros combates. Dale “dexa” cuando una tormenta de citoquinas le está llenando los alvéolos pulmonares de un hidrogel baboso que el oxígeno, incluso insuflado por un respirador, no logra atravesar, y quizás salves a un 33%. Correcto, “vamos la dexa”. Pero… ¿cuánta? Para saber la mejor dosis por kg., hay que comparar varias distintas.
El problema de los estudios observacionales es que no dan esa información capaz de generar políticas de salud consensuadas entre médicos con distinta formación, experiencias diferentes y opiniones total o parcialmente divergentes. Por ello, retrotraen la medicina al más puro “me parece”: al no haber dos ramas, el medicamento o abordaje nuevo se comparan sólo contra sí mismos.
En rigor, cuando un medicamento pasa con éxito de las pruebas preliminares (“in vitro” y luego con modelos animales), lo primero que se hace es un estudio de fase 1. Y éste suele ser un test observacional, de una sola rama y con un grupo no muy numeroso, que puede andar entre los 10 a 100 pacientes. Y es que lo que se está midiendo del nuevo medicamento no es tanto la efectividad comparada como la toxicidad. Si es baja o nula y además hay efectividad medible, y supera a otros enfoques considerados terapia estándar, eso va como “bonus” y se pasa más rápido a fase 2.
Pero en las fases 2 y 3 rige el más riguroso “doble ciego” y los grupos son numerosos: centenares en 2, miles en una 3. La fase 3 es como la Playa Omaha el día D: gran cantidad de terapias promisorias hasta la fase 2 cae ametrallada por los números, como “Rangers” al pie de aquellos acantilados, sin poder trepar. El licenciamiento está arriba, aunque sin garantías.
En el apuro que le imprimió el Covid-19 a la medicina, “el premio gordo”, algunas vacunas se licenciaron por decreto, y más por necesidades políticas o geopolíticas que médicas. El caso de tapa de libro fue la vacuna Sputnik 5 de Rusia. Más allá de que en el mundo real demuestre ser buena, mediocre, mala o quizás excepcionalmente buena, el hecho es que se licenció sin haber hecho una fase 3, como contamos aquí.
Con que sea buena nomás, en 2021 y 2022 los rusos se sentirán salvadores de la Humanidad y tan llenos de gloria como para no hacerle reproches al gran propulsor de la Sputnik 5, el presidente vitalicio Vladimir Putin. En la escuela primaria y cuando Ucrania todavía obedecía a Moscú como miembro de la URSS, el niño Vladimir aprendió de memoria aquellos versos épicos inmortales ucranianos del Слово о плъку Игоревѣ, o Slovo o plŭku Ígorevě, aquí en Occidente, el Cantar de la Hueste del Príncipe Igor. Y esos versos dicen: “Y nosotros, la mesnada, teníamos hambre de alegría”.
Los presidentes vitalicios no duran en funciones sólo por sus buenos servicios de espionaje. Son muy conscientes del hambre de alegría de la mesnada, es decir de la soldadesca. Recuerdan bien el destino de Nicolae Ceaucescu, presidente rumano desde 1965 hasta 1989, cuando tras 24 años de escasas alegrías para sus mesnadas fue capturado y juzgado en dos horas por su propio ejército, y fusilado con 120 impactos de bala.
Xi Xing Ping es otro mandatario que sabe que quien monta un tigre no puede bajarse. China debe remontar el desdoro internacional de haber sido el sitio de origen del Covid y de no haber podido contener el contagio inicial. Y lo está haciendo decentemente: tras aplastar las curvas de contagio domésticas con cuarentenas draconianas, encaró el desarrollo simultáneo de 4 vacunas tecnológicamente distintas.
Éstas salieron de brevísimos estudios preliminares a testeos de fase gigantes que mezclaban la 1 con la 2 y la 2 con la 3. Conclusión: China ya tiene dos fórmulas licenciadas “en casa”, la de Sinovac y la de Sinopharm, que además están en testeo de fase 3 en otros países incluido el nuestro. Aquí la vacuna de Sinopharm, sobre la que Agendar publicó esto y esto, se suministra en los centros Vacunar de la prestigiosa Fundación Huésped, de Pedro Cahn.
En el exterior, donde cualquier reacción adversa es imposible de silenciar, se mantiene una perfecta prolijidad de doble rama. Y es que China sabe que un licenciamiento propio no convence a nadie en el resto del planeta. También sabe que 300.000 actos vacunatorios con la Sinopharm sin un solo caso de efectos adversos ante nuestros ojos es “too good to be true”.
Otra vacuna china en carrera, obra de la firma CanSino y la Academia Militar de Medicina, en un acto de futurología explícita, viene garantizada –dice el fabricante- contra todas las mutaciones del coronavirus. Desde agosto se está poniendo a prueba con voluntarios, personal sanitario del Ejército Popular de Liberación, como narramos aquí.
En agosto todavía había suficiente circulación viral en China como para que enfermeros y médicos militares no inyectados pudieran hacer de grupo control, simplemente por ser una comunidad de muy alto riesgo y convivir en los mismos espacios hospitalarios donde se hacían los estudios de fase. Y probablemente los no participantes hayan sido un grupo control muy a regañadientes: entre un Covid bastante probable y de final incierto y una vacuna a la que tus colegas y superiores médicos le tienen fe, ¿hay tanto margen de dudas?
(Concluirá mañana)
Dr. Pedro Politi, oncólogo y farmacólogo
Daniel E. Arias, periodista científico